Mes: noviembre 2014

Cita en noviembre

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Este es un breve relato que se me ocurrió en días pasados y cuyo tema continuaré explorando. Lo escribí pensando en una amiga cineasta que además ha profundizado mucho en la medicina tradicional china. Se los dejo.

 

 

 

Cita en noviembre

José Pulido

Al fin su esposa le hace un gesto que significa “aquí es”. Durante media hora caminan buscando la esquina donde funciona el consultorio chino.

El sol se apaga de repente en un sitio y se enciende más allá. Es un sábado caluroso oscurecido por los nubarrones. Quizás debido a esa circunstancia experimentan inconvenientes para llegar: por alguna razón que se les escapa, han olvidado la dirección y sus detalles. Los árboles parecen distantes y el enrejado podría haber cambiado de color. Sin embargo, cuando su esposa se planta ante determinado portón y toca el timbre, la puerta se abre sin ruido, igual que siempre. Ah, pero en la recepción ya no está la señora que los atendía y que había envejecido junto con los archivos. Un hombre chino en mangas de camisa mira confundido las carpetas con las historias de los pacientes. “Parece escapado de un restaurante chino” piensa sin esfuerzo. Por pura casualidad, en ese preciso momento, su esposa le comenta, refiriéndose a la recepcionista ausente: “Una de dos: está muerta o está jubilada”.

El médico nacido en Tianjin es un hombre muy viejo, cuya sonrisa debe ser la misma que florecía en su cara de la infancia. Mantiene la gracia de los niños. Alguna vez hizo alusión al mar, a la vida en un puerto. Quizás añora los barcos cuando despliega separadores de ambiente en sus espacios. En aquel laberinto de pequeñas habitaciones sólo hay una oportunidad de verlo: cuando se ocupa del paciente. Luego desaparece, no sin antes regalar unos cuantos consejos que resultan maravillosos aún siendo el resultado más antiguo del sentido común. Los dolores que se van estacionando en el cuerpo desaparecen después de esa visita anual.

Para ellos es como asistir a un extraño momento de reposo, porque después de la acupuntura se sienten livianos y jubilosos y caminan con tanto agrado que se olvidan de los maleantes y del agresivo tránsito de las calles.

Al entrar, notan  la presencia mayoritaria de mujeres ancianas, cuyas figuras y vestimentas revelan que han sido seguidoras del yoga, de las caminatas al aire libre y de la comida vegetariana. También hay dos señoras jóvenes que cuchichean y de vez en cuando se quejan de un dolor en la cintura o en el cuello. En las sillas del fondo se han sentado dos hombres muy diferentes. Uno es alto, muy flaco y quizás a punto de cumplir los ochenta años y el otro es gordo, pesado, sudoroso, de unos cuarenta años.

Él, por su parte, se concentra en la lectura. Su esposa casi no observa a la gente porque de una vez comienza a echarle un ojo a los cuadros que llenan las paredes. Le fascinan esos temas. Hay un paisaje lleno de árboles sin hojas, que parecen poemas leves; en otro marco se aprecian flotando en la brisa, en el aire  imaginado por un artista de quién sabe qué siglo, varios peces con colas de oro, escamas rosadas y bocas azules. Él lee de nuevo  los antiguos poemas chinos que tradujo el poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio. La sensibilidad y la poesía de Harold hicieron posible que esos poemas llegaran con todo su misterio esplendoroso hasta el castellano.

“Solo y en silencio/ asciendo a la cámara oeste/ donde cuelga una enfermiza luna./ Abajo, las paulonias padecen el frío del otoño./ Córtalo, así no se separe,/ ponlo en su lugar para que no  se confunda/ este dolor tan hondo, que no puedo expresar”.

El poema lo escribió Li Yü (937-978) un poeta que sufrió lo suyo aunque fue el último príncipe de la dinastía Tang. Al parecer, según comentarios de Alvarado Tenorio, Li Yü murió envenenado en la cárcel a causa de este verso: «No puedo dejar de pensar en mi tierra natal a la luz de la luna».

Se lo comenta a su esposa y ella dice “Habrá que meditar respecto a la ubicación del insulto o del agravio. Será igual que buscar un grano de arena específico en una playa infinita”.

Él está leyendo los poemas chinos para buscarle conversación al anciano médico chino. Le dirá que un poeta chino fue envenenado porque escribió tal cosa y la otra.

Han comenzado a entrar uno por uno los pacientes. Una asistente criolla se asoma y pronuncia el nombre de la persona que debe pasar al consultorio. Él y su esposa han llegado de últimos. Deben esperar. Él le pide su opinión cruda y sincera respecto al poema. Se lo lee completo tratando de hacerlo bien, enamorándola un poco o pronunciando las palabras como si la enamorase. Así le declamaba poemas en el noviazgo. Se quedan ligeramente sorprendidos cuando dos muchachas juguetonas salen del consultorio tomadas de la mano. Se van riendo hacia la calle. El recepcionista las mira con familiaridad indolente. Un minuto después surge un muchacho alto y rubio. Se acerca al recepcionista y recibe una bolsita con píldoras diminutas marrones y blancas. También se va con cierta prisa emocionada.

-Parece que el doctor tenía el consultorio lleno de gente joven. Por eso se ha tardado, seguramente -le comenta a su esposa. Ella ha arrugado el entrecejo, haciéndose una interrogante muy íntima y hermética.

Poco después salen dos niñas y un niño que pasan de largo mientras la voz del doctor se escucha recomendando “no beban gaseosas, coman mucha patilla”.

-Esperanza – llama la asistente a su esposa.  Ella le toca la punta de los dedos de la mano derecha en forma de despedida transitoria.

Luego de un silencioso rato con vocación de siglo, la cara reconfortante de cabeza despeinada se asoma y dice su nombre. Él va hasta donde está sentado el anciano doctor. El sabio sonríe. Le habla de lo que debe comer, de la actividad física necesaria, de los cambios de hábito. Luego lo lleva a un cuarto donde está una camilla. Del otro lado hay otra. Las camillas han sido separadas por una especie de cortina de un blanco amarillento. Su esposa está al lado. La describe su perfume. Él se acuesta boca abajo, sin camisa. Casi no percibe las agujas. Lo dejan solo.

-¿Cómo te sientes?- pregunta a una desconocida vecina a sabiendas de que es su esposa. Ella responde con una voz tan fresca.

-De maravillas de maravillas ¿y tú?

Él se ha quedado saboreando ese tono porque así sonó la primera frase que ella pronunció cuando la conoció. Ella era una chica de dieciséis años. Trata de acomodarse mejor en la camilla para responderle.

Ella le dice desde la fingida pared, allá detrás:

-Quiero ir a un parque.

Y él está fascinado mirando sus manos tan suaves y pequeñas.