La canción del ciempiés

Capítulo I

El cartero detiene la bicicleta frenando la rueda de atrás con el pie izquierdo. La suela desgastada del zapato echa humo. Termina de pararse cuando afinca el zapatón en la acera.

La casa de El Vedado está insertada en otra dimensión y por eso ni siquiera puede captar los detalles y se alegra, sin demostrarlo, cuando se abre la puerta y aparece una muchacha de esta época a recoger la carta. Respira aliviado hasta el punto de que retorna sudoroso al cotidiano calor y se atreve a mirar llanamente a la sonriente moradora, antes de subir a su bicicleta y pedalear como si fuera una filmación en blanco y negro que se rompe contra el sol y la reverberación del mar.

Las casas de la gente acomodada, que se construyeron desde comienzos de siglo hasta los años cincuenta, eran espaciosas, cómodas, marcadas con detalles arcaicos suficientes para conformar una memoria histórica de la ornamentación. Al mismo tiempo, esas edificaciones fueron cuna de atrevidas imperfecciones en algunas paredes, deslices geométricos que acogían el sueño del futuro, las formas de la nevera y el televisor, de la lavadora y la cocina empotrada.

Eran casas tan altas que se podía saltar en las camas sin temor a pegar la cabeza del techo y tan amplias que la vieja nana caminaba varios kilómetros al día yendo del recibo al comedor, del comedor a la cocina, de la cocina al lavandero y del lavandero al patio porque su momento de descanso era ese, cuando quedaba oculta en el tendedero, rodeada de sábanas blancas.

Todavía quedan en pie muchas residencias alucinadas por Grecia, Egipto, Mesopotamia, la era de las tinieblas, y por el mediterráneo, el Renacimiento, los símbolos y la metafísica, por los astros y las religiones. Muchos eran diseñadores románticos, agnósticos, kantianos, mozartianos, dialécticos,materialistas, espiritistas, socialdemócratas, nacionalsocialistas, tradicionalistas, barrocos, kandinskyanos, pérsicos, copistas, miméticos, modernos y soñadores que regaron de datails chinois, art decó, códigos eclécticos, añoranzas neoclásicas, y balcones socialmente inútiles el continente.

Las residencias añejas que se conservan en Latinoamérica, generan cierta envidia al ciudadano de hoy, encajonado en apartamentos que aporrean los codos, pero de ahí no pasa la cosa, porque ese tipo de viviendas se ha convertido en una carga por el mantenimiento. Además, su espectro de ilusiones doctor, doctora, abogado, ingeniero, yolandita, márquez, mitchell, smith, olarte, ganadero, impresor, profesor, tendero, beatriz, niña carmen, villa celeste, la plañidera, ha cedido plaza a la bastardía de los talleres mecánicos, lavandería la blancura, quincalla y perfumería, sede del partido, sindicato de empleados del plástico, aunque recuperan un poco del amor perdido cuando se llaman kinder los ositos o pre-escolar primavera y los niños gritan a sus anchas como si la señorita de la casa hubiese parido cien veces aunque parecía tan paliducha y el novio platónico había muerto en una de esas clandestinidades traicioneras sin saber que lo amaban.

En La Habana es donde quedan más casas de tales características pero no las destruyen adrede convirtiéndolas en sitios para vender mercancías o alimentos. Al menos en El Vedado no es así: allá todavía se usan para que la gente viva, a pesar de que se han ido tantos cubanos para Miami y otros ámbitos. Debe haber unos tres millones de cubanos viviendo en Miami y sin embargo las casas de La Habana suenan repletas, lo que significa que si se hubiesen quedado no cabría un alfiler y las colas para ir al baño serían de una fetidez irredenta.

Esas casas, que repetían el pedigrí paisajístico y arquitectónico de Europa, eran habitáculos hechos especialmente para blancos; pensados y rebuscados para las familias de piel blanca cuyos descendientes en un alto porcentaje armaron un éxodo, al apenas darse cuenta de que la bandera roja con el martillo y la hoz que proliferaba por todas partes no era la propaganda de una nueva marca de fósforos.

El resto de blancos que se quedó en la isla lo hizo para gobernar o para disentir, y las hermosas casas se fueron marchitando sin remozamiento, por falta de materiales de construcción y por escasez de fanatismo hacia el adorno enrrolladito, la ramita descolgándose, la sirena caderúa, el ángel flotando expectante, las conchas de mar elaboradas con yeso, el discóbolo con su pene chiquitico, el pez de boca desaguadora.

La casa de El Vedado tiene una torre del lado izquierdo y otra del lado derecho y al centro una cúpula. Da la impresión de que el primer impulso del constructor fue levantar el templo de una secta rosacruz disidente, adoradora del ajedrez pero se arrepintió. Lo de la cúpula permanece cual gesto de contrición ante la soberbia de las torres, que insinuaban un castillo y el sentimiento de superioridad de alguien creyéndose culito de oro, por encima de los demás.

El frente muestra cuatro columnas cortas con capiteles de un corintio devaluado. En conjunto la casa es una torta de matrimonio, un pastel blanco lleno de guirnaldas de azúcar, de flores de lis y otros guilindajos; un pastel abandonado en la mesa que cagaron las palomas, las gaviotas y los pájaros que pasaron durante décadas sobrevolando el lugar de la fiesta. Un pastel ennegrecido por el polvo que sepultó bajo la mugre acomplejada las escaleras de mármol que conducen al portón de madera labrada con detalles neozelandeses. Adentro, el vestíbulo se luce con cuatro arcos espaciadores.

Aún conserva la placa con el número 21 de El Vedado, y Rogelio Valdivieso mantiene el interior de esa casa todo lo limpio y reluciente que puede dada su actividad netamente manchadora de pintor y teniendo en cuenta sus 62 años de edad, que le acomplejan porque siempre ha querido ser atractivo para las mujeres; y en las películas los viejos hacen el papel de bandidos o de abuelos y está muy molesto con eso, qué duda cabe. Su vocación de hombre solitario y desordenado se ha visto interrumpida por Vanessa Carnevali, la sobrina política que enviudó a los 25 años de edad y le fue dejada como herencia.

Ni siquiera la conocía hasta que su sobrino se apareció para presentársela y la dejó allí, en El Vedado, porque tenía que cumplir sus deberes con el ejército revolucionario en el embrollo de Angola. Nunca regresó con vida. Cuando le dieron el breve mensaje de que su sobrino había muerto, fue con Vanessa hasta Matanzas a buscar a su hermana y repetirle la mala noticia. Después de todo el ritual del sepelio, creyó que iba a disfrutar a solas el retorno en tren, pero Vanessa corrió y luego caminó a su lado y se quedó con él. La esperaba un trabajo en La Habana, con la revolución, y eso fue suficiente razón para seguir dejándole un cuarto, que quizás alguna vez fue planificado para una muchacha abrumada de virginidades.

Vanessa es guía y traductora del ministerio de cultura y su presencia no es cargante para un artista plástico concentrado en los cambios de la luz habanera: llega tarde a casa y generalmente se aparece con dulces, tabacos o mostrando una que otra interesante revista extranjera.

Rogelio Valdivieso es paisajista y sus cuadros captan algunos dólares para la isla, cuando hay congresos o reuniones de empresarios o profesionales de otras latitudes.

Rogelio tiene una sencilla rutina de trabajo. Se levanta a las seis de la mañana, riega las matas del amontonado jardín y luego hace café. Cuando vivía solo se dedicaba más tiempo a las plantas, pero ahora le ha cogido gusto a tomar el café con Vanessa y conversar menudencias que tienen que ver con gente que llega y sale de Cuba, con chismes de aquí y de allá. Se sientan a beber café y hablan más que un aparato de radio hasta que llega la hora de ocuparse cada quien de lo suyo. Podría ser una relación de suegro y nuera, de tío y sobrina, de rector y alumna, si no fuera por la fresca y juvenil estructura corporal de Vanessa y los sobresaltos libidinosos de Rogelio.

Él, Rogelio Valdivieso, está condenado a sufrir de por vida un mal que atenta contra su madurez intelectual: ama dos símbolos irreconciliables que jamás ha podido sacarse del cuerpo. Uno es el Granma, aquel pequeño barco, que parecía un yate de pescar peces espada, y cuya gloria política transformó su existencia. El otro símbolo es el burdel batistero donde se sumergía apenas cumplidos los dieciocho años de edad. Un ambiente que también moldeó su espíritu con aquellas mujeres amigables, que lo envolvían y lo protegían de todos los dolores humanos.

Después que Vanessa se marcha, Rogelio comienza a girar en torno a la tela, habla solo, da rienda suelta a sus aventazones y suelta pedos que guarda como intimidades que sólo comparte con sus paisajes. Si escucha la llave sonando en la puerta y el ambiente está hediondo, derrama un poco de trementina a toda prisa y se aleja del área como un ladrón. Vanessa, al regresar, lo primero que hace es entrar a la habitación que sirve de taller para calibrar los avances del cuadro.

Rogelio tiene el cabello espeso, como melado castaño, salpicado de canas. Es un hombre flaco, con el esqueleto descuadrado. Al menos esa es la impresión que da al caminar porque el hombro izquierdo parece más alto que el derecho.

De ser un activista político que prefería el ámbito estudiantil para difundir papeles contra la dictadura de Batista, pasó a ser un señor envejecido que acumuló catálogos de exposiciones dentro del marco de la revolución y hasta vivió la sorpresa de que Fidel Castro se apareciera a ver una de sus muestras.

Rogelio trabaja hasta las cuatro de la tarde y a esa hora se prepara para ir a recorrer La Habana vieja y encontrarse con sus amigos en la Barraca Sonera. Las tardes en que Vanessa regresa temprano del trabajo, acuden a ver libros o a tomarse unos rones. La Barraca Sonera es un galpón con mesas suficientes, donde se bebe el mejor ron y se puede conversar durante horas.

Sus amigos, la mayoría hombres y mujeres unidos por la actividad cultural, hablan recurrentemente sobre las posibilidades de buscar espectadores y lectores en el exterior. Llaman a médicos y a entrenadores ¿por qué no nos invitan a nosotros? comentan a cada rato.

Este grupo de amigos actúa como una especie de comité, ya que someten a discusiones muchos de los problemas artísticos o de otra índole que se le presentan. Siendo un comité informal, en ocasiones se torna bastante ácido. Lo conforman Haroldo López, escultor; Olegario Perdomo, médico y poeta; María Hung, poeta; Bruno Cabello, pintor, y Dalmacia Mercado, cineasta. Todos opinan que deberían explotar a Vanessa cual jinetera para sacarle dólares a los turistas. Vanessa siempre responde «con mi coño no van a poder hacer ningún negocio y con los culos de ustedes no se puede planificar ni siquiera una mediana exposición o un buen recital. Así es que mejor pensemos en la búsqueda del éxito con otros talentos».

Rogelio vive en esa casa de El Vedado desde 1959, cuando trabajaba con ahínco en los programas culturales de la revolución y de paso formaba estudiantes para la propaganda y el diseño de vallas y pancartas. En los años ochenta, mermó su actividad política y se dedicó más a la pintura. Así decayeron las comunicaciones que existían entre la casa de El Vedado y una serie de instituciones culturales. Desde 1981 hasta la fecha sólo ha recibido dos cartas de un amigo pintor que vive en Caracas y la carta que ha llegado este día.

Vanessa entra y lo mira sentado a la mesa con una carta extendida y le dice alegremente «¡al fin te escribieron! ¿se acordó de ti una vieja novia o algún galerista internacional quiere explotar tus cuadros?». Rogelio dice que no moviendo la cabeza, y levantando el papel en la semipenumbra le explica a Vanessa «es una carta de Miami. Un elemento llamado Gastón Paredes me escribe para avisarme que va a venir a La Habana a reclamar su casa. Jura y perjura que tiene las escrituras de esta casa como si eso fuera un mandato de las Naciones Unidas y yo un irakí cagando en el desierto sin saber que me están fotografiando desde un satélite».

Vanessa deja la cartera en la mesa, toma una silla, se sienta frente a él y comienza a reír a carcajadas. Cuando se calma un poco, explica que eso le suena tan chistoso como Jerry Lewis.

-Primero y principal ¿quién coño va a querer una casa en La Habana pudiendo vivir en Miami? ¿qué se fumó ese cabrón? Y en segundo lugar ¿cómo un gusano comemierda va a poder venir hasta acá y quitarte una casa que es tuya desde hace cuarenta años, chico?

Rogelio le tiende la carta y Vanessa conecta los ojos verdes con la impresión Hewlett Packard y se dedica tenazmente a leerla. El rostro se va enseriando pero todavía no puede creer que el mundo esté cambiando tanto y tan aprisa.

Vanessa lee un párrafo:

«Tengo conmigo los documentos que comprueban que la vivienda denominada Villa Clara, ubicada en el número 21 de El Vedado, concebida y realizada por el arquitecto Alfonso Riobueno, es de mi propiedad y por lo tanto debo hablar con usted para llegar pronto a un acuerdo que no lesione los derechos de ninguno de los dos».

-Pregúntale a ese sujeto si se va a quedar a vivir en La Habana, para que veas cómo le ganas el pleito -comenta y deja la carta tirada cerca de la trementina.

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 Capítulo II

Gastón Paredes es propietario, junto con su hijo y su nieto, de una estación de radio en Miami y de una empresa que se dedica a distribuir telenovelas. Es un hombre de 68 años de edad, que por sus problemas de tensión debería estar completamente retirado de los negocios. Sin embargo cada día parece más preocupado por la competencia. Cree que siempre hay grupos intentando quitarle la estación de radio y el mercado de las telenovelas y que su deber es mejorar la programación. «La programación» es su frase favorita. Su hijo Carlos ha sido nombrado presidente de una empresa hotelera canadiense, que se ha propuesto establecer una cadena de grandes hoteles en Cuba y eso le ha estresado durante toda la semana.

-¿Te espero en el centro comercial, abuelo? – pregunta su nieto Roberto.

-Si tienes algo que hacer, me dejas que yo regreso en taxi…-responde.

-Tengo que buscar a Betty, pero puedo recogerte en una hora…¿vas a la oficina del doctor Padilla?

-Sí. ¿Vas a buscar a esa mujer? ¿van para el cine después?

-Betty es una muchacha ¿por qué la mencionas así, de «mujer», como si la insultaras?

-Es mayor que tú ¿te quieres casar con una mujer mayor que tú?

-Pero ¡abuelo! sólo me lleva cinco años…

Roberto espera que el abuelo se baje y arranca furioso. El abuelo murmura lo de siempre: «esta juventud no respeta un carajo».

Se pone más mal humorado a medida que avanza por los pasillos del centro comercial y piensa en los últimos años cuando fue quedando casi relegado del manejo de sus negocios por recomendación médica. Su nuera y su nieto manejan bien todo, hasta el punto de que han expandido las empresas y se han vinculado estratégicamente con disqueras y cadenas de radio internacionales, pero le desagrada sobremanera andar al margen de la programación. Siempre se equivoca jalando la puerta de la oficina del doctor Padilla cuando lo correcto es empujarla. «Una mierda de sistema» medita.

-¿Cómo está, don Gastón? ¡que gusto verlo! – dice la secretaria de Padilla y acto seguido se ríe batiendo sus redondeces.

-¿Tanta alegría te proporciono, mulata? -inquiere Gastón.

Entonces aparece Noel Padilla y Gastón se tiene que reír también al notar que éste carga una guayabera verde idéntica a la suya.

-Coño: podemos armar un conjunto de salsa o de merengue -dice Padilla al tiempo que lo abraza y se lo lleva para su oficina.

-¿Quieres café o te lo prohibieron también?

-No me joda. Claro que me lo prohibieron, por eso es que quiero que me des uno y que saques los habanos. Me dijeron que tienes habanos de Santiago de Cuba, cuna del bolero.

-Y de Fidel -añade Padilla haciendo con la mano un vade retro. Sonríe al abrir y rebuscar en un cajón de su escritorio. Saca la caja de habanos y ambos se solazan en el ritual de recortarlos y de encenderlos mientras esperan el café.

-¿Te acuerdas bien de mi casa en El Vedado, Noel? -pregunta impaciente Gastón.

-¿Cómo no la voy a recordar, chico, si ahí fue donde conocí a Clarisa, en aquellas reuniones que hacíamos? Cada sábado en una casa distinta y vine a conocer a Clarisa en tu casa. Por eso te cobro honorarios más altos. Recuerdo el patio con aquella fuente que tenía caras de Neptuno por los cuatro lados y Neptuno lanzaba chorros de agua. ¿Qué ocurre con esa casa? ¿tienes nostalgia todavía de esa mierda?

-No me vengas con huevonadas. Tú también te la pasas con ganas de ir a La Habana y caminar por el malecón cuando hace viento. Nunca te gustaron demasiado los tabacos y mira como te chupas ese: pura nostalgia.

Hay un silencio largo. Entra la secretaria culona y tetona, deseosa de sentirse consentida por esos hombres que representan para ella símbolos de éxito en el exilio.

-Este café está de maravillas. Es colombiano ¿saben?

Se inclina para servirlos y para mostrarles el nacimiento de tetas más profundo e inflamado que hay en cien kilómetros a la redonda. Ambos la piropean.

-¿Tienes Viagra por ahí, Rosa? -pregunta Gastón y los tres se ríen. Rosa decide que ya está bien y se va a su escritorio, allá afuera.

-¿Qué hay con tu casa de El Vedado? Ya no es tu casa, es de otra gente.

-Tengo los papeles y han pasado cuarenta años, pero ahora quiero regresar a La Habana y tú tienes que ayudarme con el caso…

-¿Te estás volviendo loco, Gastón? ¿por qué va a funcionar ninguna legislación de las que conocemos en territorio cubano?

-¿Por qué no? el gobierno cubano está relacionándose cada vez más comercialmente con los países capitalistas. El Papa estuvo allá, Fidel Castro ha permitido que se celebre la Navidad. La realidad es que están sometiéndose a leyes internacionales relacionadas con el comercio y quiero recuperar mi casa de El Vedado.

Hay otro silencio prolongado. El humo de los tabacos desaparece a ras del techo. Ambos hombres, ante la imagen de El Vedado y el olor del tabaco recorren instantáneamente las calles de La Habana, y como si se hubiesen conectado mentalmente piensan en las mismas cosas, sobre todo en los bailes del sábado a orilla de la playa o las fiestas sensacionales en el hotel Nacional.

-Benny…¿te acuerdas cuando Benny Moré besó a tu hermana Matilde y tú le diste un coñazo en la oreja derecha? -pregunta Noel Padilla.

-Sí…después nos hicimos amigos del negro. Matilde se lo tiró varias veces, te lo juro. Mi hermana era una tarambana pero divertida y nada apegada al dinero como lo éramos nosotros.

-Sí…Matilde…los que saben vivir se mueren jóvenes. Nosotros nos hemos vuelto aburridos ¿no es cierto, Gastón? Cuando uno tiene la bragueta muerta y no encuentra un hobby, está jodido. Yo juego golf, imagínate eso, pero tú no quieres hallar un sustituto.

-Si no fuera tan macho me dejaría clavar y consumiría cocaína para que el culo no me doliera, pero añoro los coños, las tetas paradas, las piernas fuertes de las mujeres. Esas voces encima o debajo de uno. Te juro que ahora las veo más hermosas que antes, pero ellas pasan como si vivieran en otra dimensión. Toma como un escape a todo eso, el capricho de volver a tener mi casa de El Vedado…

-¡Coño! ¡encontraste un hobby! bueno, Gastón: vamos a ver qué podemos hacer. Por lo menos aprovechamos para viajar a La Habana y recoger los pasos por allá.

Rosa escucha las voces y las carcajadas. Apenas ha podido rescatar una que otra palabra, pero la sola mención de La Habana le hace palpitar el corazón, aunque esté aprisionado bajo el tetámen.

-¡Ya, Dios! -murmura ella y comienza a pensar en que su hijo le encargó unas hamburguesas. Sin saber por qué se le viene a la mente aquel beso que le cambió la vida en Camagüey.

Rogelio revuelve un poco de óleo verde con amarillo y blanco y usa la espátula, sin poder evitar las imágenes de la infancia, cuando su padre revolvía la mezcla fina con la cuchara dándole punto al friso de la casa, de aquella casa en Santa Clara que se rejuvenecía apenas despuntaba el mes de Diciembre. El óleo verde lo incita a respirar aquellos cerros llenos de vegetación y los sembradíos de tabaco. Suda abundantemente y el sudor que le recorre el cuerpo le hace sentir optimista sin saber por qué. Mientras observa la tela rayada por el carboncillo, lista para recibir pegostes de pintura, percibe el olor del jabón de baño que usa Vanessa. Vuelve el rostro un poco y la mira cuando sale con el pelo mojado, envuelta en una toalla. La conoce mucho ahora, sus costumbres, sus idiosincrasias, el carácter levantisco, y lo único que presiente novelesco y oscuro sobre ella es aquello que su sobrino le contó un domingo antes de presentársela: Vanessa es hija de una médico santiaguera que en determinado momento se fastidió y se fue para México y de un entrenador chechenio de boxeo olímpico que vivió seis meses en Cuba. El chechenio nunca más se acercó a la isla ni le escribió a la madre de Vanessa y ella tampoco le escribió a su hija desde México. Vanessa fue criada por sus abuelos y estudió idiomas en Praga y en París con ayuda del partido comunista.

Es una mujer blanquísima, de ojos verdes, cabellos rizados y alborotados, de muslos sólidos y nalgas que oscilan con vida propia. Rogelio trata de mirarla como una sobrina o una nieta, pero no puede evitar la traición de sus sentidos. Si fuera un hombre de más edad estaría muerto de un infarto nada más con verla salir así del baño.

-¿Qué miras, viejo degenerado? -dice Vanessa burlona.

-Voy a hacer café para olvidar que mi pene está jubilado… -responde él.

Vanessa entra a su habitación y se pone unos pantalones cortos y una franela suelta, que deja ver sus senos pequeños como copas para beber cicuta.

-Esto es para que termines de morirte -le dice a Rogelio indicándole la presión libertaria de los pezones.

El agua ha comenzado a hervir, pero Rogelio no se da cuenta debido a que ha visto una posibilidad maravillosa en el cuadro. Traza una línea verde oscura y luego comienza a regar varios tonos verdes alrededor. Busca el tubo de óleo rojo para hacer los anaranjados que ha estado intuyendo. Vanessa observa los cambios que sufre la tela y le comenta «me va gustando poco a poco, pero la verdad es que deberías ser más atrevido con tus paisajes».

-Atrevido un coño…¿a qué me voy a atrever a esta edad?

-Y dale con la edad. Si te sientes cerca de la muerte deberías ser más atrevido.

-¿Tú crees que por mucho que me atreva con esta tela voy a estremecer al mundo? Apenas me conformo con que me estremezca a mí.

-Quédate ahí que el café lo hago yo. ¿Y Picasso? ¿y Matisse? ¿No estremecieron al mundo? A tu edad Picasso se tiraba a las mujeres más hermosas de París.

-Ellos fueron algunos de los tantos artistas que aprovecharon la fuerza naciente de la comunicación, independientemente de que descubrieran lo que descubrieron. No sé por qué hay gente que llora con el Guernica: a mí me parece una obra maestra pero no para soltar los mocos. Picasso era una suerte de símbolo sexual, como debe serlo todo hombre que con sólo poner su firma en una tela fabrica miles de dólares.

-Estás de un pesimismo tan necio que a lo mejor te sale una obra maestra ¿quieres azúcar?

-No. Trae ron.

Vanessa busca una botella de ron blanco y le pone un chorro a cada una de las tazas.

Se quedan en silencio tomando sorbos de café.

-Oye, Rogelio ¿qué has pensado sobre el mayamero que te quiere quitar la casa? ¿hablaste con la gente del partido sobre eso?

-Sí. Me dijeron que esperara a ver si era verdad. Se rieron del caso igual que tú.

-¿Por qué no vamos a la Barraca a ver si están los muchachos soneros y escuchamos un poco de música en vivo?

-Tú lo que quieres es ver al cantante aquel. Te gusta ese vago ¿no es verdad? Me quieres poner de cabrón. Lo que me faltaba. Si me prometes que dejarás algo para mí un día de aburrimiento, te ayudaré con el cantante.

-¿El cantante? ¿ese maricón? ¡estás de remate! ni siquiera conoces mis gustos.

-¿Recuerdas mucho a Jorgito? ¿te hace falta?

Ella se ha quedado pensativa y Rogelio se siente mal por haber hecho esa pregunta. Nunca hablan de la soga en la casa del ahorcado.

Vanessa se recoge el pelo y lo suelta. Rogelio no puede evitar mirarle los pezones que se yerguen bajo la franela.

-¿Sabes una cosa? Él y yo éramos muy buenos amigos y nos quisimos de esa manera. Teníamos un pacto: estaríamos juntos hasta que pudiéramos irnos de aquí, pero ya ves que no pudimos hacerlo y a mí cada vez me gusta más estar en La Habana. Si quieres que te diga la verdad, nunca me he enamorado verdaderamente de un hombre. Ustedes son muy infantiles o demasiado vacíos. Quisiera conocer alguna vez a alguien que me hiciera sentir inferior, desprotegida, pequeña y que me sorbiera como una bebida hasta que no quedara de mí ni una sola emoción…

-¡Muchacha! eso si que es una definición perfecta del amor efímero y bello.

-No sé si es eso, pero hasta la fecha sólo me he enamorado de personajes de ficción.

-¿Cómo cuales?

-Otro día hablamos de eso. ¿Vamos a la Barraca?

-Deja que me cambie estos pantalones. Tienen demasiado verde para mi gusto.

-Deberías ser un viejo verde de vez en cuando ¿crees que no te he visto mirándole las piernas a Dalmacia?

-¿A esa vetusta? ¡qué cojones!

-¿Vieja Dalmacia? Pero si tiene solamente cuarenta años ¡eres un sádico definitivamente!

-Sí, es verdad, pero no tengo fuerzas para nada. Cada década vivida por mí vale por cien años porque nunca he salido de la isla. Ni siquiera se dónde queda realmente Uruguay.

Carlos Paredes unta su rebanada de pan con mantequilla y encima le pone una masa de mermelada de fresa. Gastón hace un gesto de desagrado que hace alzar las alas agaviotadas de sus recortados bigotes blancos. Su rostro tiene mañas de jugador de billar.

-Dime si vas a apoyarme en esto porque necesito que me lleves con tu empresa canadiense a La Habana. Ustedes son bien recibidos allá y yo quiero intentar lo que te dije.

-Sí papá, claro que te apoyo, pero tienes que actuar con cuidado: no se puede causar un disgusto que dañe nuestros negocios. Lo único que te pediría es que actúes con sensatez y que primero tantees las cosas. Si vas conmigo no podrás decir que eres representante de la empresa, sino que me acompañas como padre mío que eres. ¿Por qué no disfrutas esa especie de retorno y visitas los sitios que deseas ver en Cuba y ya está?

-Porque quiero recuperar mi casa de El Vedado. Tengo que intentarlo.

-Toda propiedad en Cuba le pertenece al Estado ¿te olvidas que ellos son socialistas? Esa casa ni siquiera es de la gente que la ocupa…fue decomisada o como le llamen a eso. Además, debe ser un cascarón porque ellos allá no tienen materiales de construcción suficientes para remodelar ninguna vivienda y tú lo sabes.

-Sí, pero las leyes internacionales tienden a defender la propiedad privada. Si Cuba retorna al capitalismo y devuelven las propiedades puede establecerse un litigio para ver a quien le pertenece un inmueble…

-También amparan a las personas que ocupan viviendas por mucho tiempo. ¿Para qué necesitas una casa en La Habana si tienes una aquí y aquí está toda tu familia?

-No vamos a seguir discutiendo eso. Lo que pido es que me arregles el viaje. Nada más.

-Te voy a ser sincero: vas a ir conmigo, pero yo no me voy a inmiscuir en ese asunto. Haz lo que te digo: mira, observa, estudia la situación, conversa con la gente en La Habana y después actúa. No te precipites. Hay una apertura importante que no podemos echar a perder.

Felícita, la esposa de Carlos, entra al comedor con una jarra de jugo de naranja. Gastón la mira con cariño y ella le devuelve esa mirada. Ambos son muy amigos. Es una amistad melosa que le fastidia un poco a Carlos, que muy en el fondo de sus pensamientos la califica de cursilería familiar.

Se hicieron mejores amigos dos años atrás cuando Gastón estuvo hospitalizado y lo operaron de la columna. En la clínica pudieron hablar serenamente del pasado. Ella lo acompañó todo el tiempo hasta que regresó a casa convaleciente. Veinte años antes Gastón la ayudó a sobrellevar el problema que se desarrolló cuando Carlos anduvo medio loco por una abogado de Nueva Orleans y eso que solamente tenían año y medio de matrimonio.

Lo que Carlos jamás supo fue que Felícita lo odió hasta tal punto que quiso divorciarse y Gastón la hizo entender de manera profunda la equivocación que iba a cometer.

-Eres buena ayuda…-le dijo ella a Gastón aquella vez, porque éste hizo algo insólito que nadie hubiera hecho según la manera de pensar de Felícita: la llevó de vacaciones a Nueva York y la motivó para que se buscara un amante. Carlos consintió en ello porque deseaba irse a Nueva Orleáns unos días.

-Hazlo: nunca se lo voy a revelar a mi hijo. Acuéstate con otro, no para desquitarte sino para que te saques la rabia y entiendas la estupidez que está cometiendo Carlos -le dijo.

Estaban en el bar del hotel donde se habían alojado. Felícita le dijo «¿por qué no bebemos hasta morirnos en tu habitación o en la mía. Es que me da vergüenza beber en un bar».

Pidieron dos botellas de whisky y se fueron a la habitación de él donde había un pequeño refrigerador con botellitas de whisky y de vino. Comenzaron a tragar un whisky incendiario y a oír música. Bebían como si el mundo se fuese a acabar en unas horas. Hablaban de La Habana, de Varadero, de Miami, de las modas, de los artistas de cine y cantaban a cada rato.

-¿Te sabes esa que dice aurora de rosa al amanecer…? Y la cantaban con letra cambiada. Se reían. El aire acondicionado mantenía una temperatura agradable en esos días calurosos de Nueva York. Felícita se había tirado en un sofá y el vestido de seda amarilla se le rodaba hasta el vientre, mostrando las piernas. Sin darse cuenta estaban sentados uno al lado del otro cantando y vaciando copas. Felícita comenzó a reírse y a señalarle la entrepierna. Gastón se sintió apenado porque tenía una erección abultada que hacía circo con el kaki.

-Perdón, Felícita…es mejor que te vayas a tu habitación -dijo.

Ella se percató casi instantáneamente que tenía mojada la pantaleta, que se le aguaba el pubis y sin pensarlo le puso la mano en el pene.

-Está calentito…-murmuró y no sonó tan ridículo como les pareció después. Gastón no supo qué decir. Sintió una ráfaga de remordimiento pero ya ella había bajado el cierre del pantalón y estaba contemplando aquel amoratado y venoso miembro. Sus dedos eran regordetes y cálidos. Ella, aniñada, fabricaba anillos para el pene y de repente lo besó como si fuese un muñeco. Gastón la tomó cargada y se la llevó a la cama. Ella iba quitándose el vestido amarillo y él le jaló las pantaletas de un golpe como para no vacilar un segundo después. Cuando la vio desnuda en la cama, tan blanca y tersa, se desnudó de manera enloquecida y metió la cabeza entre sus piernas. Le hundió la lengua en la pequeña vulva, que se había suavizado más con la lubricación «aceite para niños». Le pegó con la punta de la lengua varias veces en el clítoris y se retiró otras tantas para mirar microscópicamente aquella vulva sonrosada que tenía su perla clitoriana lista para el buceador. La lamió y la chupó. Se metió el clítoris entre los dientes ensayando delicadezas. Ella pronunciaba crucigramas, hablaba un idioma extraño, susurraba, gritaba roncamente, le jalaba los cabellos y él fue subiendo hacia los senos lánguidos pasando por el pequeño ombligo. Recordó que la conocía desde que era una muchacha de quince años y cuando ella le dijo «métemelo» la clavó con furia, como espada en vaina y cuando terminaron ese primer encuentro no dijeron nada, porque ella comenzó a pasarle los pies por los muslos y a acariciarle el vientre y de nuevo se hinchó su pene, que introdujo de una buena vez y no se detuvieron en ese propósito hasta que amaneció.

Esa fue la única ocasión que hicieron el amor. Acordaron que sería su secreto, asustados de tanta barbarie.

-De todas maneras, si no se arregla el problema con Carlos, quisiera que consideraras la posibilidad de que continuáramos esto…-dijo ella en voz muy baja, vulnerable, forzando una telenovela. El aceptó. Se sentía despreciable y al mismo tiempo comprendía que era un ególatra a quien sólo le interesaban sus pasiones.

-No sabía que me gustabas tanto, Felícita. Qué pecado tan enorme. Perdóname.

-No. No te voy a perdonar nunca, porque me has sacado de un trance. ¿Sabes cuánto tiempo hacía que no tenía un orgasmo ni una relación apasionada con Carlos? Desde hace cuatro meses…¿no es una infelicidad eso? Y de paso soportar que me engañe.

-¿Cuatro meses? ¡qué cagada de vida! los hombres somos unos necios, Felícita.

Después de todo eso se subieron al avión y fingieron que dormían. Veinte años atrás.

-¿Quieres dulce de leche, Gastón? -pregunta Felícita.

-¿Hiciste dulce de leche?

-Con conchitas de limón ¿te sirvo?

-¡Ah! para él sí, a mí no me ofreces -reclama Carlos.

Felícita lo observa un instante y le dice:

-Tú eres un gringo. Lo único que te gusta es eso que estás comiendo. ¿Quieres mantequilla de maní? Te voy a cantar el manisero. A propósito de cantar ¿Escucharon el nuevo disco de Gloria Stéfan?

Con un pequeño capital para comprar una estación de radio, cualquiera se puede convertir en un empresario exitoso, porque una emisora siempre obtiene oyentes. Es como aquellos papeles engomados que atrapaban moscas todo el time. Por si fuera poco, sobran hombres y mujeres queriendo hacer programas de todo tipo, desde entrevistas a políticos, comentarios de fútbol, consejos amorosos, hasta lecciones de manualidades y consultas al tarot.

Las estaciones de radio no tienen por qué ser muy grandes: ya no se montan espectáculos en vivo como en los inicios de la radiodifusión, cuando usaban orquestas y público. Ahora basta con una cabinita para que se meta el operador y otra con los micrófonos para el locutor y el entrevistador, comentarista o quien tenga la premura de hablar.

Dicen esto y aquello y sin que medien demasiadas cortesías, el operador técnico pone un disco y algunas propagandas.

Las personas que compran el espacio buscan la publicidad y con eso le pagan al propietario de la estación de radio, quien solamente debe sentarse a esperar que llegue el dinero y la programación se imponga. Cuando hay campaña electoral el dinero entra a carretadas porque los políticos prefieren la propaganda radial. Ello se debe a que la masa, el pueblo, la multitud y el perraje, constituyen una mayoría que prefiere pasar el día escuchando emisoras de radio que han venido a sustituir de cierta manera a las sirenas homéricas.

La gente oye radio en el carro, en el taxi, en los gimnasios, en la calle, en el guachimaneo, en los solares, en la cocina, en los cuartos, en los moteles.

Cuando la radio se inició en Cuba fue una empresa emocionante y ello hizo que los cubanos se convirtieran en los mejores empresarios manejadores de radio y también en los incomparables programadores de la radiodifusión. Escenificaban radionovelas, folletines que fueron calando en el ánimo del público y también crearon los noticieros y los extras escandalosos, que acaparaban la atención de los municipios. Gracias a la radio surgieron buenos escritores y una pléyade de actrices y actores que todavía hoy son referencia obligada y culto popular.

Gastón Paredes se formó trabajando en una estación de radio que pertenecía a su tío Ganímedes y allí fue donde se le distorsionaron los sentimientos de tanto buscar las maneras de amasar dinero y de tanto escuchar radionovelas a juro, con aquellos mensajes estúpidos donde el pobre es bueno y el rico es malo. Claro, claro, de todo hay en el huerto del Señor: existen pobres que son muy malvados y ricos que se salvan por su bondad. Por si fuera poco, el amor todo lo puede porque la sirvienta se casa con el hijo del dueño, aunque es inevitable que al final del clímax la sirvienta sea, en realidad, heredera de un millonario que ignoraba donde había sembrado sus polvos. Espermatozoides de caché circulando como bolitas de lotería a lo largo de los conductos ansiosos del proletariado.

Bien pronto comprendió que la humanidad vive en un mar de mentiras y que mentir deja buenos dividendos. Gastón abría los micrófonos como compuertas para que surgieran la música, los conceptos, la charlatanería y todo lo que la gente quisiera escuchar y anhelara decirse.

Nada le parecía más poderoso que tener una estación de radio y susurrar cosas en venta, objetos y servicios de toda naturaleza. Pero finalmente, por un remordimiento de conciencia insoportable, sorprendió a su hijo Carlos diciéndole un día «el negocio es tuyo. Ponme un sueldo decente para vivir mejor que un jubilado y la presidencia es tuya». Carlos le dijo que lo haría cuando dejara la sociedad con los canadienses y ambos decidieron que Robertico y Felícita debían vincularse más estrechamente con la radio.

Por supuesto que en la estación tenían cabida permanente los cubanos exiliados que se habían organizado para luchar contra la revolución cubana y sin embargo, a Gastón no le quedaba tiempo para pensar en las desventajas de vivir fuera de Cuba, aparte de que se sentía muy bien en Miami.

Ahora que Robertico y Felícita ayudaban acertadamente en la conducción de la emisora y en el negocio de las telenovelas, Gastón tuvo más tiempo y comenzó a instalarse en su ánimo aquel pasado habanero. No podía quitarse de la mente las calles, la gente, las comidas, la música de su juventud, las reuniones con los santeros, los días de playa y música. Se veía delgado y peinado con brillantina entrando a Siboney para visitar a Marucha y escuchaba el sonido del timbre y los ladridos del perro pastor y más atrás la vocecita de doña Adelaida regañando al perro y diciéndole casi al mismo tiempo a Marucha que le ofreciera dulce de papaya «a Gastoncito Paredes».

Sin detenerse a buscar una causa sólida, sentía una rabia creciente cada vez que recordaba la mañana en que junto con su familia salió de La Habana hacia Miami, apenas a un mes de la caída de Batista y por ende de haber triunfado la revolución. Su padre había muerto un año antes pero le había enseñado todo lo que se podía saber respecto a la vida y al dinero. Muchas veces le habló también de cómo era la idiosincrasia de los norteamericanos por si alguna vez deseaba irse para el norte. Tuvo la certeza de que no se podía quedar en Cuba, debido a que había realizado varios negocios con personajes influyentes, muy amigos del dictador Batista. Fue el último en subirse al automóvil que los conduciría al aeropuerto. Se quedó unos minutos viendo el interior de la casa de El Vedado, el alto techo, los frescos rincones. Recuerda que vio un jarrón lleno de flores frescas y quiso romperlo, pero no lo hizo. Aquella fue la casa donde nació y creció. Su madre y su hermana lo esperaban llorosas en el carro y él estaba aquí, en uno de los baños, viéndose en el espejo la cara de fuga.

-Esos viejos no bailan mal -le dice Juancho López a Vanessa. Ella observa a Rogelio bailando con Dalmacia nada menos que un danzón. Los detalla como si fuera la madre de dos niños que podían ensuciar sus ropas jugando en un parque.

-No insistas Juancho: no voy a bailar contigo. Me niego a ser manoseada por ti, además de que no tienes oído para ningún ritmo.

Juancho López se ríe y le ofrece un cigarrillo de su cajetilla a Vanessa. Ella toma uno y baja un poco la cabeza para alcanzar la llama del fósforo que él ha encendido.

-¿Sigue Rogelio con la preocupación de la carta que le llegó de Miami? -pregunta Juancho, por hablar de algo, aunque no le quita la mirada a Vanessa de los labios y a veces deja caer los ojos hacia las piernas descubiertas de la muchacha.

-Sí, pero ahora piensa en eso con menos credibilidad. Le dije que ni siquiera lo comentara con nadie, hasta que tuviera la certeza de que ese hombre que se dice dueño de la casa, viene en verdad para Cuba. Pero tú sabes como es Rogelio: ya solicitó una reunión con el partido para plantear el caso.

-Le puede salir el tiro por la culata. Tú sabes que en estos tiempos están funcionando otros esquemas. No creo que nadie pueda quitarle a ningún cubano su vivienda, pero los cambios de que te hablo pueden hacer que nadie le preste demasiada atención a Rogelio.

-Ahí vienen: mejor es que cambiemos de tema.

-¿De qué hablan? Tienen cara de criticarnos ¿tan mal bailamos? Seguro que decían «mira ese cómo tiene el culo tieso y mira a la Dalmacia cómo le brincan las tetas» -dice Rogelio.

Dalmacia le pega con gracia por el hombro al tiempo que grita:

-¡Ay, chico, no seas tan ordinario!

Vanessa sonríe, le guiña un ojo a Rogelio en señal de complicidad, pero éste no se da por enterado. Se sientan en sus sitios y piden otros rones con yerbabuena.

Después que el mesonero trae los cuatro rones, Juancho baja un poco su estridente voz y dice:

-Necesitamos una revolución para instaurar el capitalismo: estoy fastidiado de este trago.

-No digas esas cosas, chico, que hay gente sin sentido del humor -le reclama Dalmacia, aunque sus labios parecen saborear una posibilidad futura que sólo está al alcance de sus pensamientos.

-¿Tú crees que Vanessa va a irle con cuentos a la policía? -pregunta insidioso Juancho López.

Rogelio pide que hablen de cosas menos burdas. «Esos no son juegos, Juanchito» murmura.

-¿Tú me conoces a mí como delatora o soplona? -pregunta Vanessa.

-¿Qué ocurriría si muere Fidel? -pregunta Juancho, esta vez poniendo cara seria.

El conjunto ha vuelto a la tarima pequeña y estrecha y comienza a tocar una pieza de la época del Trío Matamoros.

-Vamos a bailar -pide Rogelio extendiendo la mano a Vanessa. Ella se levanta y Juancho invita a Dalmacia.

No hablan pero cada uno está hundido en sus propios pensamientos.

-Mira: parecen el abuelo y la nieta -comenta sarcástico Juancho y Rogelio hace una señal obscena.

La música termina y se quedan parados en medio del lugar, esperando que comience otra pieza. Rogelio mira los pies de Vanessa calzados con zapatos de goma. Ella se ha quedado con los ojos clavados en una tumbadora intentando adivinar si es fabricada en Cuba.

Dalmacia y Juancho están agarrados de las manos.

El cantante dice por el micrófono que van a interpretar una canción de la nueva trova cubana, que se ha puesto vieja.

Unos turistas italianos llegan y alborotan aún más el lugar uniendo dos mesas.

Vanessa murmura, al dar el primer giro pegada a Rogelio:

-No va a pasar mayor cosa.

Del libro: La canción del ciempiés. José Pulido. Editorial Alfa7. Caracas, 2004.

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