I
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EL COCHINO, GRANDE Y NEGRO, ESTÁ PARADO EN LAS PATAS traseras, erguido como un hombre. Un arcoiris casi invisible flota en las gotas que esparce el viento y el cerdo reza, murmura, implora ¿quién puede saber lo que hace?, pero en todo caso parece fascinado ante la caída de agua que forma un pozo, se represa y se desprende en decenas de cascadas acezantes que al mismo tiempo son lenguas colgando entre colmillos de piedra.
Los rumores de río naciendo se pierden en una maraña de bejucos, montaña abajo, y en un instante irrepetible, agua y luz engendran una culebra, que desaparece tragada por la vegetación.
Bernardo se asusta pero sabe que todo aquello es un espíritu: no debe hablar, gritar, y mucho menos salir corriendo. El cochino sufre una respiración gruesa, se está muriendo, se ahoga, observa algo que nadie más puede ver. Bernardo retrocede tratando de no hacer bulla y se agacha un rato entre las matas de yuca, que es hacia donde se dirigía inicialmente.
Si allá hubiese un animal verdadero escucharía el corazón de Bernardo y le hallaría rápidamente entre estos yucales. Saltaría y lo estrujaría, masacrándolo contra el monte y se desataría la horrorosa catinga que identifica a la violencia. Bernardo se limpia el sudor de lafrente y el que brota como un bigote encima del labio. Su padre le enseñó una oración para esas ocasiones en que se materializan los espantos y los encantos del monte pero no la recuerda. También le ha comentado infinidad de veces que los espíritus no hacen daño, solamente avisan, anuncian: «va a suceder algo», aunque de una manera tan enigmática que es necesario ser adivino para descifrar tales mensajes.
«¿Será un tesoro?», se pregunta Bernardo y ya sin tanto miedo atraviesa la cortina de breñas detrás de la cual se encuentra el nacimiento del río.
Aquel sonido de agua rompiéndose y fluyendo por la montaña le va calmando el corazón. Ahora respira más lentamente. Mira de izquierda a derecha todo el espacio. No hay nada. Sólo quedan nerviosidades de pájaros en el follaje y un solapado revoloteo de perdices.
Bernardo no entiende lo que ocurre y regresa perturbado al campo de yucas. Extrae nombres desacertados para el entorno que registran sus ojos y en una simultaneidad angustiosa se prueba los labios ignorando completamente quien es él. De pronto se le alegra el rostro cuando su mente se llena con una frase certera: «estoy soñando». Luego olvida todo y analiza con seriedad el color de las matas para escoger una con buenas raíces.
Se agacha y hunde el cuchillo en la tierra oscura; escarba y trata de adivinar cuántas yucas tiene la mata que ha escogido. Apenas la arranca inicia un juego: mueve la pata, con demasiados dedos, de una gallina grandísima nunca vista, pero entonces recuerda que su padre le ordenó «haz café» y él ni siquiera ha subido la olla al fogón porque se distrae sobremanera cuando se trata debuscar raíces o cortar plátanos.
Haciendo sonar el maizal como bestia escapándose, corre hacia la casa y sin detenerse deja caer las yucas y el cuchillo en el piso de tierra y con una inmediatez de ardilla alborota los cachivaches del rincón ceniciento que es la cocina.
Saca agua de la tinaja y la vierte en una olla de aluminio deformada con abolladuras que podrían fungir de calendario familiar. Insiste en mirar el agua esperando ansiosamente el hervor pero tarda mucho. Ni siquiera se escucha el burbujeo. ¿Qué hacer? Se desespera. Ojalá que su padre esté dormido. Mientras el agua gesta un vaporcillo, se entretiene pelando yucas y desechando las que se han endurecido.
Hace rato que amaneció pero el sol no llega directamente a la parte alta de la cresta. Bernardo mira cerca las nubes resplandecientes que suben poco a poco al ser tocadas por el calor. El sabe que se quedan flotando en el lomo de la montaña, esperando el enfriamiento de la tarde para bajar de nuevo, y cubrir los grandes árboles, esos cuyos nombres ignora y aquellos que se llaman aguacate, mango, mamón, guama y palopan.
A su hora la neblina desciende tanto que roza los cafetos. Arañas, reptiles, escarabajos, alacranes, ratones, conejos y todos los bichos retroceden a sus nidos, y a sus cuevas ante el siseo de las hojas apartándose: algo sutil pero avasallante atraviesa en ese momento la espesura. Han pasado unos cuantos días desde que su papá decidió curarse la fiebre metiéndose en un hoyo que abrió cerca de los camburales, al fondo de la casa. A veces lo escucha carraspear y sabe que quiere algo, que está llamándolo a su manera. Cual pichón de azor predominaen ese nido elevado de la sierra, construido con naranjales, camburales, malojillos, un algarrobo, un pardillo, un pilón: el entorno hogareño. Empinándose un poco puede columbrar toda la falda de la montaña pero más allá sus ojos ni siquiera adivinan el camino hacia el valle, eso que su padre ha acuñado insistentemente como la región donde se juntan torrentes de males y pecados y el diablo corre vuelto perro, sube a las cercas como enanito negro o toma la forma de una mujer que crece, crece, se agiganta y arroja lenguas de candela por el sapo. Ese inimaginable territorio debe ser un horno en estos días («¿cómo puede lanzar candela un sapo?», se preguntó) y según lo narrado por su taita, durante el verano todo está repleto de chicharras atormentadas que se revientan, que se orinan de calor.
Su padre estuvo hablando de eso, de lo terrible que es la resolana allá abajo; de las corocoras y los chirribilines que se pegan a los troncos y las ramas y que sólo cesan en su canto quejoso cuando llega la Semana Santa y Cristo vive otra vez el martirio de quedarse solo.
Parloteaba y se quejaba metido en el chinchorro hasta que decidió hacer un hoyo en el patio mientras tenía fuerzas para manejar un pico y una chicura. El lo ayudó. Su padre le dijo «tráime berro todos los días» y esa era su única alimentación.
El le llevó una cobija gruesa pero su padre le dijo que no: «la tierra es caliente por dentro igual que nosotros».
Nunca habían conversado tanto ni llegaron a conocerse tan bondadosamente como ahora que su padre vivía acostado en aquel hueco.
Hacía diligentemente todo lo que le pedía. Antes de que la enfermedad se le desatara pasaba días completos sin decir esta boca es mía o se perdía en la tupida montaña donde se manifiestan pájaros desconocidos, aguas subterráneas, gruñidos irreconocibles, goteos que son como latigazos en el dorso invisible del silencio selvático.
Mientras tanto él jugaba escondido en la copa de un árbol después de comprobar que las caraotas o los tapiramos se habían ablandado en la olla.
Cuando cosechaban caraotas, frijoles o maíz, hablaban bastante; de los gorgojos, de los remolinos del diablo, de las sopas de corroncho, de la culebrilla, de los gavilanes cazando pollitos.
Su padre estallaba en anécdotas y cuentos pero en la temporada de siembra era muy callado. Bernardo lo entendía perfectamente porque es un momento muy feliz el de recoger lo que se ha sembrado.
Alguna vez lograba matar un venado y lo llamaba eufórico para que lo ayudase a destasar. Una tarde le acarició la cabeza y le habló de su madre y le mostró donde la había enterrado.
Nunca pensó que formara parte del camino: estaba allí bajo un montón de piedras y una crucecita. «Es que la conocí parada en la orilla de un atajo. Yo me escapaba de la recluta y de las revoluciones y ella cocinaba en una hacienda. Me la traje para acá y cuando tú tenías como un año de nacido le dio la vomitadera y se murió sin remedio. Le gustaba mirar el paisaje desde esa curva». Esa vez él le preguntó donde vivía la familia de su madre y su padre se quedó tieso, se agachó y comenzó a rayar la tierra, a estropearle el camino a unas hormigas, a tumbarle la puntica al hormiguero. Un rato después le dijo «pues mira, la verdad es que ella también quería saber si tenía familia en algún lado. Creció huérfana, cocinando para los peones de una hacienda donde le pegaban mucho, tú sabes, con un látigo mandador. Cuando nos juntamos ella tenía quince años y yo veinte pero se secaba con la tristeza. Tal cual una mata sin agua. Se orinaba parada. Como una yegua. Le gustaba orinar parada en el filo del barranco».
Jamás le había vuelto a hablar de su madre hasta el presente, cuando atraviesa un período de aburrimiento. Tiene la firme creencia de que si se queda metido en ese hoyo comiendo berro se va a curar. A cada rato le ordena pero con un ruego, una melancolía, una congoja amorosa: «busca la caja» y los dos se dedican a escudriñar y a ver la fe de bautismo de él, las trenzas cortadas a la madre muerta, aquellas crinejas que ya no sirven, que no le son cómodas a nadie.
Luego sacan el vestido, tieso de tanto almidón petrificado, el que se puso para ir a una procesión o que tenía preparado para pagar una promesa en Semana Santa, y le dan vueltas meticulosas al escapulario lleno de piedrecitas o de semillas, tan similar a una almohada diminuta, con un corazón bordado en hilo rojo y una serie de puñales atravesándolo.
El iba al río y buscaba en las orillas todo el berro fresco que podía. Lo lavaba y se lo llevaba a su padre, agarrado y asumido como frondoso ramillete.
Bernardo enmudecía viéndolo comer aquel monte cual animal amedrentado que cabecea nervioso intuyendo la presencia del cazador. Era un miedo que le impresionaba porque no veía tigres ni sayonas cerca de la casa. Su padre ahora era un hombre amarillo y enteco cuyo rostro se había empequeñecido. El le insinuó que el berro no lo estaba curando y el hombre lo regañó desde su posición, creyéndose raíz.
Un día, nunca sabrá si era lunes o martes, porque jamás habían controlado el paso nominal del tiempo, llevó el berro y su padre tenía una plasta de vómito en el pecho. Lo limpió y el hombre dijo que no quería más berro, que le hiciera un café. Fue corriendo a cumplir y por eso sacó las yucas, porque creyó que su padre iba a comentar «tengo el hambre hereje». Cuando usaba esa palabra, «hereje», quería significar que podía comerse cualquier cantidad de comida que le sirvieran.
Le llevó una totuma de café caliente y oloroso y otra con trozos de yuca sancochada y salada. La cara huesuda y descompuesta, que estaba hundida en el hoyo, le sonrió. A Bernardo le parecieron más oscuros los dientes de su padre y más rotos.
Lo ayudó a beber poniéndole la mano debajo del mentón, una mano chiquitica y callosa. Su padre se la tocó. Experimentó un odio intenso, ¿lo picó una hormiga en ese instante? Sí. No: fue una avispa.
-¿Sabes cuántos años tienes, Bernardo? -le preguntó, apartando la totuma del café.
Bernardo lo miró sin saber la respuesta.
-Tienes diez años. Y te llamas así como dice el papel que está en la caja. Ahí dice la Iglesia Católica que te llamas Bernardo de la Santísima Trinidad, y que tus apellidos son Carabaño Macunaima. Bernardo de la Santísima Trinidad Carabaño Macunaima.
Bebió el café con agobiante placer. Se quedó un rato viendo las altas ramas del algarrobo y el juego acordado entre el viento, el sol y las hojas de los camburales.
-Falta poco para que me muera, Bernardo, y te voy a detallar lo que vas a hacer. Lo primero es saber si estoy muerto. Me tocas aquí (agarró su mano cortita y se la puso en el cuello) si esta vena no salta más es que me fui. ¿Entendiste? (Bernardo asintió y comprobó la palpitación). Por si acaso buscas el espejo y lo pones debajo de mi nariz y si no se moja es que se fue el espíritu. También me puedes tocar en el corazón.
Su padre le preguntó y le repreguntó si entendía y él dijo que sí. Le explicó que cuando supiese que estaba muerto debía echarle encima la tierra que veía amontonada afuera, la que habían sacado para hacer el hoyo.
-Me la echas pasito, con cuidado, ¿encontraste la pala? Riegas la tierra, hasta que me arrope y después clavas encima una cruz.
Acuérdate de la comida y el agua. Sales al camino y pasas por donde está tu madre. Le cuentas que me morí y que no pudiste enterrarme con ella. Después te vas hacia el valle. Tienes que aprender a vivir con esa gente. Y no te olvides, Bernardo: el perdón, hay que perdonar. Eso es lo más difícil que hay.
Bernardo se puso a llorar y su padre le dijo que se fuera a llorar adonde no lo viera. Después de un rato regresó.
Su padre tenía las mejillas sucias y los ojos cerrados.
Desde que pudo hablar Bernardo le dijo taita a su padre, porque éste llamaba «taita» a un padre que tuvo una vez y que a cada rato estaba mencionando. «Mi taita me lo enseñó y así te lo revelo yo», decía perennemente.
-Taita, ¿se murió? -pregunta Bernardo.
-No. Me duele el pecho -responde su padre.
Pasa el tiempo y Bernardo no aparta los ojos de aquella cara. A veces le quita las hormigas de la frente. Está atardeciendo. El sol cae en medio de cerros distantes.
-Métete en la casa y prende las lámparas. Yo te aviso cualquier novedad -dice el hombre.
Bernardo pide «bendígame» y se va a la casa. Es de barro. Con tejado de paja seca. Bernardo le agrega leña al fogón y calienta café.
Busca las alpargatas de su papá, una camisa y unos pantalones limpios.
Piensa en el cuchillo, y lo toma para compartir las crinejas de su madre. Su padre quiere la mitad de ese pelo. Siente pena al cortar las mechas amarillentas.
Se dirige al hoyo y le dice a su padre:
-Le traje ropa limpia. Y unos cabellos.
Deja todo suavemente encima del pecho huesudo del hombre cuya vestimenta se ha deshilachado.
No está acostumbrado a comer solo en aquel rancho de barro y paja: eso sí que era algo que hacían juntos todo el tiempo. Su padre disfrutaba comiendo con él, llegando inclusive a establecerse una especie de competencia de mordiscos y de morisquetas, sobre todo en la época del maíz jojoto en que asaban tantas mazorcas.
Le caían a dientazos a los granos y se reían ruidosamente cuando alguno terminaba primero que el otro.
Bernardo come ahora lentamente la yuca sancochada y toma traguitos de café aguarapado.
Después se pone al lado de la lámpara de carburo a ver lo que hay en la caja. Le parece mágico que un papel diga quien es él.
Acaricia las crinejas de su madre y toma el escapulario. Se lo pone en el cuello y siente que la sayona no va a poder hacer nada en su contra de ahora en adelante. Se asombra de que haya tanta claridad en el patio y al asomarse nota que la luna está ahí mismo.
Le atraen las manchas de la luna y no entiende porqué él puede detallarlas directamente sin que ocurra nada y en cambio las mujeres embarazadas que lo hacen tienen niños manchados de rojo. Debe ser por los eclipses de luna: su padre le ha explicado todo eso pero se le confunden las cosas. «Un día verás alguna persona manchada de luna. No te vayas a burlar o a sorprender por eso. Deja que pase y se vaya tranquilamente» le advirtió.
La luna se monta encima de los cedros y Bernardo ve que los araguatos hablan con ella medio dormidos. Siente curiosidad por saber qué le dicen o le preguntan los monos a la luna y entre la posibilidad de ir al patio a consultar eso con su padre o interrogar directamente a los araguatos se queda dormido.
Hubo un momento nocturno en que Bernardo creyó que se levantaba a orinar y que veía a su padre fuera del hoyo poniéndose la ropa. Le pareció que la luna lo iluminaba muy especial y deferentemente. Cuando volvió a tener un pensamiento más o menos claro, estaba amaneciendo y abría los ojos. Se paró del catre, buscó agua en la tinaja, hizo gárgaras muy ruidosas y luego sopló las brasas del fogón para animarlas. Inmediatamente montó el agua con papelón para hacer café. El sol, como siempre, no se veía, pero su luz trabajaba deslastrando de oscuridades la sierra. Bernardo fue hasta el patio. Su padre se había vestido con la ropa limpia y tenía el puñado de cabellos en una mano.
-Taita ¿quiere café? -preguntó. Hacía frío. Mostra ba la cara húmeda de rocío mañanero. Cogió la camisa sucia que colgaba de un naranjo al lado del hoyo y secó el rostro del hombre.
Se agachó más y con las dos manos movió a su padre haciendo fuerza encima del pecho pero no se despertó.
-Taita ¿está muerto?
Bernardo hundió los dedos pequeños y entierrados en el cuello de su padre y no sintió ningún movimiento. Se tocó el suyo: palpitaba. Palpitaba.
Volvió a tocar a su padre y la carne estaba fría y dura. Como la pechuga de una palomita muerta. Corrió a la casa y buscó el trozo de espejo que su taita usaba para afeitarse. Se lo colocó en la nariz y el rocío lo mojó.
-Está dormido. Voy a buscar guarapo.
Se fue hasta el fogón y coló bastante café claro. Llenó una totuma. Trató de hacer beber café a su padre pero éste no tenía ningunas ganas. Le pareció tan raro, que acudió de nuevo al trozo de espejo.
Esta vez no hubo gotas para mojar la superficie. Bernardo se puso el espejo en su nariz cortica y vio que se empañaba. Entendió el proceso.
Se bebió todo el café mientras miraba la cara de su padre. Se había convertido en una especie de palo seco, de pequeña insinuación de calavera. El cabello igual de alborotado y sin brillo. La boca un poco abierta y los dientecitos manchados de tabaco, guardianes de una cueva renegrida, en cuyo fondo se notaba un fragmento de lengua amoratada.
Bernardo entró a la casa, arregló lo que se iba a llevar metiendo todo en un saco de mecatillo y una bolsa de tela, sin olvidarse del papelón para el camino. Después regresó hasta el patio y comenzó a echar la tierra en el hoyo. Primero en los pies, por si acaso su padre decidiese despertar. Luego cubrió el resto del cuerpo, dejando la cara para el final.
Esperó bastante con la esperanza de que su padre abriera los ojos y preguntara «¿dormiste bien?», pero al mediodía ya no soportaba aquel hedor y no se daba abasto para espantar insectos. Llegaban moscas grandes y verdosas de todas partes, de lugares remotos. Hormiguitas casi invisibles se subían a la gelatina rosada que supuraba la boca del muerto.
-Lo voy a tapar, taita -fue todo lo que se le ocurrió decir. Acto seguido comenzó a echarle tierra al rostro, cada vez con más furia porque quería matar las moscas que llegaban zumbando.
Emparejó la tierra y sembró la crucecita que hizo con una vara de pardillo. Buscó unas piedras y construyó un montón como había visto en el camino. Antes de eso ¿no había cortado una auyama? ¿se apareció otro encanto? Una incertidumbre le obligó a andar y desandar el conuco. Un olvido profundo lo dejó sin brújula varias horas.
Ahora se siente sin ganas de ir al valle. No le teme a la soledad. Al fin y al cabo él está acostumbrado a escuchar los sonidos de los animales y a conversar con ellos, pero su padre le pidió que se fuera a vivir con la gente, y tenía que aprender a leer. Después podía regresar porque estas eran su tierra y su casa. «Eso dice muy claramente en los papeles que tienes en la caja».
Aprender a leer. He ahí el misterio por resolver.
Es algo tan incomprensible y enigmático que le motiva mucho. Le hace sentir deseos de bajar al diabólico territorio. Pero ¿qué había en el valle? ¿Cómo podía vivir esa gente si no sembraban como ellos lo hacían en la montaña?, no podía imaginarse una vida diferente, pero le llamaba la atención aquello de leer porque nada es más asombroso que recibir ideas y conocimientos a través de rayas y figuras irreconocibles. Nada. El sabe hacia dónde va el ciempiés, por qué los monos se ríen y cómo sacar agua de los árboles, pero dialogar con manchitas le parece brujería. Ahora recuerda que su padre le transmitió los secretos de un hechizo.
Dibuja cruces de ceniza en el piso de la casa y después por todo el patio, para que nada ni nadie se apropie de su hogar. Enjalmado de mochilas baja hasta el camino, una cicatriz trazada al borde del barranco más profundo que ha visto en su vida. Pasa al lado del montoncito de piedras de su madre y quiere decirle lo que su padre le encargó que le dijera pero se le ha olvidado todo y no desea volver la cara: tiene la sensación de que ella está mirándolo con irremediable tristeza y nada le causa más pavor que la posibilidad de conocerla en este ambiguo minuto. Desea llevarse la creencia de que una mujer tenue e invisible sigue su partida amorosamente, sin interrumpirlo. «Chivo que se devuelve se esnuca» piensa con la voz de su padre y es un sonido odioso, mortificante, que le multiplica erizos en el cogote. No: no va a mirar hacia atrás, no necesita correr ese riesgo, no le hace ninguna falta voltearse y descubrir que sólo hay un paisaje a sus espaldas diciéndole adiós en forma de cochino negro. De todas maneras se detiene y comienza a girar la cabeza.
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II
SIEMPRE TORNARÁ A REMEMBRAR AQUELLOS DÍAS Y aquellas noches, cuando creía tener diez años de edad y bajaba, solitario y diminuto, las escarpaduras y los caminos de la sierra. Mucho tiempo después, siendo adulto, se preguntó qué mes fue aquel, y nunca pudo responderse con exactitud. Sólo mantenía la leve creencia de que ocurrió en mayo o en junio porque todo estaba lleno de flores, abejas y tucusitos. ¿Avanzaban lentamente por los tallos unos gusanos peludos, multicolores, enormes, que se descolgaban?
El primer trecho que anduvo fue para mirar barrancos, para sorprenderse con conejos y perdices que salían de los mogotes y atravesaban el camino suponiéndolo otro animalito: no se espantaban. En cierto momento un gato amarillo se asomó y lo miró directamente a los ojos y luego echó a correr por los numerosos canjilones, evidentemente dispuesto a darle la vuelta al mundo para mirarle los ojos a otros seres.
En una ocasión escuchó el gorgoteo del agua y bajó hasta descubrir un arroyo. Calmó su sed y después se quitó la ropa y se metió en un pozo que le daba por las rodillas, tan transparente que detallaba la mugre de sus pies. Jugó a tocar con el rostro un imaginario fondo profundísimo y se cansó de buscar corronchos negros bajo las piedras. Decidió continuar el viaje pensando que obligatoriamente el valle hacia donde se dirigía tenía que estar atiborrado de ríos y de siembras, a menos que desperdiciasen toda el agua que se juntaba y bajaba de tantas montañas.
De vez en cuando cantaba o silbaba para no sentirse solo, y le pareció una suerte llegar a una colina cubierta de paja muy corta que le serviría de cama. También había despeinados pajonales húmedos y entre sus espigas el sol se apagó agónicamente, emulando a una brasa que se extingue sin viento y sin leña.
Sabía que llevaba poco alimento, por eso se acostó sin comer. Se metió un pedazo de papelón en la boca y se lo fue chupando hasta que se le convirtió en una piedrecita frágil, que finalmente se diluyó en su lengua.
El cansancio le nubló la mente y le cerró los párpados. Se durmió sin sentir temor aunque las culebras andaban arrastrándose enloquecidas por el monte y mil cantos fantasmales cuajaron la noche. Comenzó a llorar dormido y su llanto se fusionó en el orfeón de los búhos, los grillos, los rabipelados subiendo troncos, los cigarrones vibrando en los agujeros abandonados por los pájaros carpinteros. Todo el espacio vegetal le oyó. Sólo él no se enteró de que sollozaba. Se le escapó un pedito que cayó vuelto guijarro en el lago de la nocturnidad y su alma sonrió. Hubo un alivio espiritual del cual tampoco tuvo noción.
Antes de que el sol saliera se despertó porque el frío era insoportable. Estaba temblando desde los pies hasta el cuero cabelludo y sus dientes podían oírse mordiendo mazorcas de aire. Lamentó haber dejado la cobija gruesa, pero su memoria le comentó muy a tiempo: «hiciste bien», sin burla implícita. Recogió hojas secas a tientas y unos trozos de chamizas, de ramas crujientes, ideales para el fuego.
Entonces cayó en cuenta de que no tenía fósforos. Pensó que un ser humano sin fósforos no es muy resistente. Se quedó sentado abrazándose las rodillas y así estuvo temblando hasta que el filo de los cerros comenzó a delinearse, la boca de Dios sopló entre cenizas: una lumbre gris precedió al incendio, que se fue poniendo al rojo vivo hasta que Bernardo pudo captar las primeras hojas en las ramas cercanas, que brotaban de la nada y más allá unas copas se volvían sombrillas de un verde tierno salpicado de florecillas blancas, púrpuras, amarillas. Lo último que reapareció con el sol fue aquella miríada de tonos verdes y ocres del barranco cerca del cual había dormido. Las paraulatas y las pavitas cruzaban sus algazaras y unos azulejos peleaban por la posesión de un nido o de una fruta. Se comió un pedazo de papelón y otro de yuca y comenzó a caminar con más prisa. Había carrizales y bambúes a todo lo largo de la ruta y eso le parecía tranquilizante en grado sumo, porque significaba que el río era su compañero. Cuando el sol horadó el centro del cielo, se detuvo un rato y se acostó bajo la sombra de unos carrizos después de haber metido la cara en el agua. Estaba acostumbrado a conversar solo y a que los grillos, los sapos, los pequeños pájaros de los matorrales, le observaran con ganas de preguntarle cosas aunque jamás llegaban a hacerlo. El se hallaba listo para enfrentar la absurda posibilidad de que los animales tuviesen dudas sobre algo.
Nunca había caminado tanto: cuando la noche llegó de nuevo, cargaba los pies ampollados porque las alpargatas tenían costuras molestosas que le rozaban. Cuando se forman ampollas es necesario reventarlas con espinas de naranjo. No vio ni uno y se espichó las ampollas con unas púas largas y flacas que le quitó a una penca de magüey.
El hambre protestaba dentro de sus tripas, pero intuía la importancia de guardar alimentos para un después totalmente enigmático e impredecible. Se acostó friolento y esta vez se asustó un poco y se dedicó a pensar en su casa, un lugar que ahora quedaba muy lejos. Soñó que regresaba, que se quedaba a vivir solitario en la sierra, pero después se hundió en una negrura con visos de eternidad y ello le alivió los dolores y el cansancio. No pudo evitar que el hambre y el frío le hicieran llorar dormido. Su madre lo arrullaba y él lloraba. Alargaba sus dos manitas hacia la cabellera de la mujer y ella se desdibujaba como el humo. Un angelito se le posó en el brazo, igual que lo hacen los pericos y le dijo «muchachito malo, muchachito malo» y eso le causó mucha gracia y quizás ayudó a que amainara el llanto entre sueños, porque se quedó quieto, pacífico, sin temblores ni lágrimas.
El tercer día de camino lo inició al apenas notar la cercanía del amanecer. Lo supo porque en el zinc del alba se borraban los huequitos de las estrellas, aunque todavía predominaba la oscuridad y se podía notar un lucero grandazo, chisporroteador, que se aferraba a los faldones de la noche, jalándolos «quédate, quédate». En esta ocasión tuvo mucha suerte aunque enmudeció con la impresión: se estrelló contra un burro que dormitaba en medio del camino y un hombre preguntó «¿qué fue?» Su corazón saltó disparado de la madriguera porque en un principio creyó que se trataba de la voz paterna, pero al oírla de nuevo supo que había encontrado a otro ser humano. Era un arriero que reposaba en la mitad del camino, seguramente temeroso de dormir en otro descampado. El hombre se acercó y se quedó también enmudecido, pero unos segundos más tarde murmuró roncamente: «Di qué se te ofrece, ánima en pena y sigue tu andanza» intuyendo que Bernardo era un espíritu y el niño estuvo a punto de creerse un confundido espíritu de la montaña; un duende encantado que había quedado huérfano y se dedicaba a imitar a los humanos. Se divirtió con la meditación. Sonrió y como resultado de tal sonrisa, preguntó confiado: «¿tiene café para que me regale un poquito?» y el hombre se persignó y dijo «Ave María Purísima».
Cuando el sol quemó las penumbras se vieron las caras y Bernardo se asombró de que el hombre escupiera tanto y tan negro, hasta el punto de que casi competía ensuciando la tierra con los burros que dejaban montones de boñiga por todos lados.
-Es tabaco. Masco tabaco pa’ que me acompañe -le dijo porque notó que el niño no apartaba la vista de los pegostes. El hombre tenía un fogón ardiendo. Rompía las ramas con sus manos duras y las metía en la candela. Montó una olla pequeña con agua del riachuelo hollado en sus orillas por las pisadas de los burros y de los venados.
Bernardo se fijó que había sapitos moviéndose en el agua pero le dio vergüenza advertirle eso al hombre. El agua hirvió y el arriero echó café en la olla. Bernardo nunca había bebido un café tan asqueroso en su vida. Pero el hombre le preguntó hacia dónde iba y Bernardo se alegró mucho de saber que ambos se dirigían hacia el valle.
El arriero le contó que se llamaba Federico y que una vez al mes subía la sierra para buscar café y revenderlo después en el pueblo. Era un hombre muy paciente porque le explicó a Bernardo lo que era hacer comercio y hasta le mostró una moneda grande, de plata, que tenía muchos nombres: la llamaba cachete, fuerte y cinco bolívares. Tuvo que explicarle lo que eran las monedas y para qué servían. Bernardo se fue animando a medida que avanzaban y cuando estaba muy cansado el hombre lo subía encima de la carga de uno de los burros.
Pasaron un día con su noche caminando y hablando. El arriero le preguntó a Bernardo de dónde venía y éste le dijo que su padre le había pedido que se fuera para el valle. Seguramente el arriero entendió que el padre de Bernardo se había cansado de tenerlo en la sierra y lo envió a la casa de algún familiar.
-Ya vamos a llegar -dijo el arriero al amanecer y después de hacer su café espeso y grumoso sin colar, emprendieron el descenso que se tornaba menos pronunciado. Como a las once de la mañana vieron un caserón de ladrillos y de tejas que tenía un corredor ancho, lato, cuyos horcones lucían brillantes de tantas hamacas que habían colgado en ellos. Las paredes estaban salpicadas de escupitajos de tabaco y chimó. Caballos, burros y mulas vibraban con las moscas, amarrados al frente. En el interior de la casa se movían los hombres y hablaban.
-Es una pulpería -dijo el arriero y jaló a Bernardo para que entrara. El lo siguió callado viendo hacia los lados. Aquellos hombres tenían cinturones con bolsillos de cuero y bebían un líquido transparente con vasitos muy cortos.
El arriero sacó el fuerte, el cachete, los cinco bolívares, la monedota y se la mostró a Bernardo. Dijo «deme un cocuy y al muchacho le trai una bidú y un pan de avena». El hombre que estaba detrás del mostrador sacó una botella de lo mismo que bebían los otros y llenó un vasito. El arriero se lo tragó, arrugó la cara y exclamó ruidosamente «¡ajo!».
Luego, el pulpero le puso enfrente a Bernardo una botella de agua negra y espumosa que contenía un murmullo, y encima de un papel de estraza colocó un pan. El arriero le hizo señas de que bebiera y comiera. Bernardo tenía cierto temor pero mordió el pan y bebió un poquito de aquel líquido. Era lo más sabroso y maravilloso que había bebido en toda su existencia. No podía olvidarse fácilmente. Bernardo pensaba que esto era apenas el principio, que vería algo malvado después porque su padre se lo decía: en el valle el diablo te tienta y a la larga te alcanza.
-¿A quién hiciste parir en la sierra, Federico? -preguntó uno de los hombres y los demás comenzaron a reírse y a burlarse. Federico entró en las bromas y Bernardo también se rió, pero por decencia, por no parecer anormal, pero en realidad él estaba en la gloria bebiendo aquello que mucho después identificaría como una gaseosa.
Bernardo se sintió obligado a responder por Federico y las risas aumentaron cuando dijo:
-En la sierra no hay mujeres.
El arriero refirió la manera como se encontró con el muchachito y después de eso dijo: «bueno, Bernardo, de aquí en adelante te puedes ir solo porque el pueblo está bajando por esa curva que sigue», y Bernardo se fue con sus dos bolsas en la espalda, pequeñito como un duende. Los hombres lo miraron un rato. Bernardo se asombró al desaparecer el recodo, un muro puesto allí por el cerro, que era una mole blanca, alcalina, musgosa: se esfumaron los paisajes de la serranía y en su lugar se veían cientos de casas. Bernardo nunca se había imaginado a la gente viviendo tan junta. Bajó y comenzó a caminar al lado de una empalizada. Avanzó poco a poco, con miedo. Las casas tenían corrales llenos de cochinos, patos, gallinas, pollitos y en algunos había pavos grandísimos que él no conocía.
También se escuchaban canciones diferentes y había mujeres lavando en bateas, soltando pompas de jabón al golpear la ropa. Mujeres. Descubrió lo que eran las mujeres. Seres con otro tipo de ropa, llenando el ambiente, gritando órdenes, cantando, hablando unas con otras. Bernardo se fijó en sus cabellos, degustó las voces finas y se percató de aquellos pechos hinchados, inquietantes. Vio una con la boca roja como las tripas del cundiamor, del orore, del onoto. Una boca roja que se despedía «bueno pues, comadrita: hasta la pascua». Entonces fue cuando brotó el gran aparato, la visión, el encanto malo, y Bernardo se quedó quieto en la orilla del camino, cerrando los ojos y comenzando a rezar. No debía huir, no debía gritar: aquel encanto era un espanto de lo peor que había visto. Pero la enseñanza es esa: nunca debes correr o hacer ruido ante la aparición de un espíritu tan anonadante.
-Niño, niño ¡quítate de ahí que te va a matar ese camión! -gritó una de las voces femeninas y Bernardo abrió los ojos y se pegó a la empalizada hasta que pasó el armatoste. «Tiene nombre y se llama camión». Eran dos ojos inmensos y una boca de metal. Gruñía como ningún otro animal y casi lo tumbó con el ventarrón que provocó al pasar. Lo peor de todo es que se había tragado a un hombre negro y eso lo aterrorizó más que el espanto mismo.
Lo último que escuchó fue la voz cantarina de antes gritando más cerca cada vez: «¡mamá, mamá al muchachito le dio un beriberi!».
Encerrado en la noche de su carne desplomada pensaba en última instancia «¿que será un beriberi?» y presentía lo peor.
Cuando revive aquellos hechos tiene conciencia de que sintió los brazos que lo levantaron y lo cargaron, escuchó las agitadas palabras de la mujer que se preocupaba por él y aún le sorprende reconocer el olor del hombre que lo cargó hasta la casa mientras la muchacha llevaba sus mochilas y decía «pobrecito, pobrecito, es un campuruso». El se hundía en un torbellino de imágenes y cuando trataba de salir a flote olía al hombre. También sentía unos aromas de cocina que desconocía por completo. A posteriori supo que el hombre olía a tricofero de barry. Se despertó al rato acostado en un catre y a su lado estaba la muchacha que una mujer mayor y de boca fruncida llamaba Eloísa. El hombre era negro y delgado, muy joven y le miraba desde el marco de una puerta, vestido con un pantalón azul y una camisa blanca. Era el mismo hombre que había visto metido en la boca del espantoso aparato.
-Debe tener paludismo -dijo la mujer mayor y Eloísa soltó una carcajada que a él le pareció de una belleza sublime. Aún hoy sigue creyendo que esa risa era la feminidad más pura del universo.
-Lo que pasa es que se asustó, mamá. Este muchachito nunca había visto un camión ¿verdad muchachito? -intervino Eloísa.
-Yo me llamo Bernardo -dijo él. Y se sentó en el catre.
-Habla bonito, no parece campesino -agregó la muchacha y le pasó un trapo empapado de bayrum por la frente. Ahora sabe que aquello era bayrum pero ese día vio la botella y le pareció sorprendente que hubiese un líquido verde que curaba el dolor de cabeza sin tener que bebérselo y en el transcurso del tiempo le dijeron que también servía como colonia para después de afeitarse. Eloísa le dijo que ella se llamaba Eloísa, que su madre era la señora Remigia y que el caballero moreno que estaba allí en la habitación y que manejaba el camión Ford era nada menos que José del Carmen Gutiérrez, y agregó que esa semana estaba más alegre que nunca el señor Gutiérrez porque esa calle donde Bernardo se había desmayado la iban a bautizar con el nombre «Calle José del Carmen Gutiérrez» gracias a que él pasaba cinco veces al día por ahí y nadie se podía explicar la razón por la cual ese camión levantaba tanto polvo a cada rato en ese mismo sitio como si en el pueblo no hubiesen más vías.
La señora Remigia se puso muy brava con Eloísa y le exigió que se diera su puesto, que hablara como la gente decente y no molestara tanto a José del Carmen a quien aprovechó para ofrecerle una taza de café con pan de trigo.
-Dale café con bizcocho redondo a ese muchachito a ver si se le pasa lo que tiene y sigue su camino -dijo la señora Remigia y Eloísa respondió «Está bien» y le torció los ojos al negro José del Carmen pero también hubo cierta sonrisa, cierta coquetería que Bernardo consideró más fascinante aún que aquel aparato que podía moverse sin burros y del cual su padre jamás había hablado.
Bernardo se levantó, salió al patio, vio sus bolsas recostadas en la pared de la casa y se quedó estático observando unos patos blancos y pesados, de plumas cagadas, que se metían en un pequeño pozo hecho con un material que parecía piedra. José del Carmen llegó tomando café y se puso a hablar con él. Bernardo repitió la misma historia que había desarrollado ante el arriero y confesó a José del Carmen que nunca había visto nada de nada. Le comentó también que no tenía familia. El hombre lucía el cabello muy corto y rizado. Era muy aseado y pulcro y eso confundía a Bernardo. Tenía la cintura muy delgada y los hombros caídos. Eloísa llegó con una taza de peltre llena de café y un pan redondo para Bernardo. El se quedó mirando las tetas de Eloísa y José del Carmen se rió. Ella también lo hizo pero diciéndole al hombre «¿y tú de qué te estás riendo?».
Bernardo habló para los dos. Les dibujó como era su casa de la sierra y trató de configurar la cascada con gestos de abundancia, de chorrera. lnteriormente decidió que había llegado el momento de hacer notar que una vez tuvo una madre. «Yo tuve mamá» dijo orgulloso. Eloísa se puso a llorar y se metió en la casa. José del Carmen le preguntó a Bernardo si tenía donde vivir en el pueblo, y el niño le dijo que no, pero que él haría una casa en cualquier sitio, porque era un hombre. Eloísa salió con la señora Remigia y dijo «háblale pues» y la señora Remigia, como muy a su pesar discurseó:
– A mí particularmente no me gustan los huérfanos que no conozco pero si tú te quieres quedar con nosotras sería bueno porque aquí no hay ningún hombre -y cuando pronunció esta última palabra vio a José del Carmen muy fugazmente con una mirada que tenía su dosis de reclamo y Eloísa replicó «¡ay mamá, déjate de eso!». Bernardo no sabía qué responder, pero asintió mientras tanto.
Era una época en que si llegaba a tu patio una gallina y nadie la reclamaba, te pertenecía y lo mismo podía pasar si aparecía un muchachito silvestre, aunque después se puso de moda el abandono de fetos en los basureros de las comunidades y a nadie se le ocurría decir «ese es mío». Bernardo se creyó en el deber de mostrarles su fe de bautismo. Sacó la caja donde estaba el papel. Las dos mujeres se pusieron a curiosear en todo aquello y José del Carmen sintió una pena profunda, adivinando que aquel niño había vivido un drama tormentoso sin saberlo.
-Mira, mamá: unas crinejas amarillas ¿tu madre era catira? ¿tenía el cabello amarillo? casi nadie tiene el cabello amarillo -decía Eloísa. Luego comenzó a detallarlo en persona:
-La verdad es que tú tienes la piel oscura pero los ojos claros, rayados, como los ojos de las ranas.
Bernardo aclaró que nunca vio a su madre. José del Carmen leyó la fe de bautismo.
-Bernardo de la Santísima Trinidad Macunaima ¿Macunaima? Primera vez en mi vida que escucho un apellido así. Tú tienes el nombre más largo que un remedio.
Eloísa casi le arrancó el papel de la mano a José del Carmen y lo leyó a su vez. Hizo la acotación de que lo habían presentado del otro lado de la sierra.
-Debe haber sido en alguna fiesta patronal porque el papel es de una fiesta patronal: tiene una gruta con la virgen adentro -dijo la señora Remigia. Había otros papeles viejos y agregaron más hipótesis que él no entendía.
Bernardo sólo se limitaba a escuchar. Pensó que después les contaría lo de su padre, pero tenía que conocer más a esta gente del valle. Aprender a vivir con ellos que tenían sus cosas buenas y sus cosas malas. Las malas no las había visto todavía. Aunque no sabía dilucidar si aquello que sentía Eloísa por José del Carmen era malo o era bueno. Tan pronto se quedaba mirando al hombre de reojo cuando él no se daba cuenta, como le hacía un desplante y algún gesto desdeñoso. En aquellos días Bernardo aprendió a dormir en un catre y descubrió que se despertaba primero que todos, inclusive que la señora Remigia. Esto hizo que ella lo apreciara paulatinamente y se acostumbrara rápidamente a su presencia. Bernardo le echaba los granos a las aves, cortaba pira y gamelote para los cochinos y los conejos y saltaba presto a moler maíz. Le encantaba moler maíz porque después la señora Remigia le preparaba un buen tazón de agua de maíz con limón. Eloísa se iba para la escuela de artes y oficios y él se quedaba solo con la señora Remigia quien le ponía a cada rato un trabajo distinto pero era una señora muy agradable en el fondo. Siempre estaba haciéndole probar dulces y cosas que preparaba como pan de horno o mazamorra.
Cuando pasó el primer mes de su estancia en el pueblo ya Bernardo conocía todas las calles porque hacía mandados para las dos mujeres. Ya sabía también que mucha gente cocinaba con cocina de kerosén pero que casi nadie abandonaba verdaderamente el fogón, la cocina de leña, a la hora de hacer arepas. Eso hizo que pensara en un comercio. En ese tipo de trabajo que le había enseñado el arriero. Le dijo a la señora Remigia que quería trabajar en la calle. Ella opinó: «Ya estás en edad de ir a la escuela en vez de estar pensando en hacer trabajos pesados», pero agregó que ella no era quien para ordenarle nada, porque él no era su hijo todavía.
A Bernardo no le gustaba mucho la idea de ser hijo alguna vez de esa señora. Prefería a alguien como Eloísa, pero ella se desentendía mucho de él, aunque los domingos se divertían bastante cuando ella lo convidaba a pasear por la plaza Bolívar donde una vez vieron un carro más bonito que el camión que manejaba José del Carmen. Bernardo le explicó a Eloísa el comercio que quería hacer y ella puso un gesto de desagrado y le explicó que eso de cortar y vender leña no era muy próspero y civilizado. Quizás por eso comenzó a enseñarle por su cuenta a leer y a escribir que era lo que él más deseaba aprender en su vida.
Bernardo comenzó a buscar leña cerca, en los cerros que rodeaban al valle. Nunca pasaba de dos calles sin vender la carga. La gente se había vuelto muy floja, pensaba el niño. Le parecía tan fácil buscar leña. Vendía cuatro, cinco y a veces hasta seis bultos de leña por día. Cuando habían transcurrido ocho meses y él llamaba madrina a la señora Remigia porque ella quería llevarlo a confirmar, compró un burro y comenzó a repartir el triple de leña.
Bernardo aprendía a leer y a escribir tan rápidamente que entró a la escuela directamente en tercer grado y eso le obligó a recoger leña los fines de semana o algunas tardes. Pero no aflojaba en su empeño. «Una profesión es lo que hace falta hoy en día», le dijo Eloísa enfurruñada y Bernardo le preguntó qué era eso. Ella fue muy cruel explicándoselo. Bernardo se había transformado en un muchacho duro, fortachón, mejor alimentado. El pueblo entero lo conocía y muy en el fondo la gente creía que algún día se volvería loco porque su pasado era algo que evidentemente le diferenciaba de los otros muchachos. Cada día era más silencioso y trabajador, menos comunicativo. Para el pueblo se convertía al paso de los meses en el vendedor de leña y nada más. Pensaban eso porque Bernardo hablaba poco. Era tan callado que parecía extraviado en un limbo o en una nebulosa. Sin embargo, José del Carmen y Eloísa sí hablaban mucho con él y sabían que se trataba de un muchacho que sólo se expresaba si necesitaba hacerlo.
En las fiestas de San José, cuando fabricaron una manga de coleo en el pueblo y llegaron con sus mesas pintadas los juegos de ruleta y dados, los bazares y las ferias de juegos mecánicos, la señora Remigia y José del Carmen llevaron a confirmar a Bernardo. El estaba muy feliz porque José del Carmen era su primer amigo y su mejor amigo. Estando en la iglesia creyó que su madre se hallaba ensimismada en el otro lado del mundo y un gato amarillo la veía directamente a los ojos. Ese día, cuando estaban comiendo dulce de lechosa en el patio de la casa, Bernardo le preguntó a José del Carmen cuánto costaba un camión. José del Carmen le aclaró que él no era dueño del camión que conducía, sino que trabajaba manejando para un almacén. Cuando le especificó cuantos bolívares se necesitaban para adquirir un camión, Bernardo hizo sus cálculos y supo que tendría que tumbar todos los árboles del país, si quería ser propietario de un vehículo. Ese fue también el día en que José del Carmen le contó su vida a Bernardo y éste hizo lo mismo con su padrino de confirmación. El fin de semana, cuando comenzaba la temporada de beisbol, descubrió por qué José del Carmen era tan popular: nadie jugaba beisbol como él. Cuando Bernardo descubrió el beisbol se quedó atónito y se preguntó ¿por qué su padre no le habló de ese juego y de tantas otras maravillas? No ubicó al diablo en todo aquel laberinto y, ahora, cuarenta años después, Bernardo sabe que el diablo está en todas partes, pegadito a Dios, junto con él, como un tandem. Y siempre que ve una rockola siente escalofríos porque antes el diablo se enroscaba entre los discos como una serpiente negra y lanzaba mordiscos a las almas de los parroquianos. El diablo sobrevive incrustado en las exageraciones.