El bululú de las ninfas

Un cangrejito casi transparente, de esos que asumen el color amarillento de la arena, se detiene justamente entre los muslos, en las esquinas redondas de las nalgas. Está vibrando de miedo o de quién sabe qué, en el fondo de un risco y si por casualidad su mirada es amplia y ve más allá de lo que su tamañito merece, quién sabe qué impresión le dará esa parte de arriba, donde se abren unos labios de caracola revelando una gruta. El cangrejito y otros más que orillan el cuerpo, huyen ante la presencia de los pasos que se agolpan. Esta es una mañana alteradora, de hormigas buscando mieles podridas y de moscardones humanos, zumbando por todos los ámbitos, la mala nueva de una mujer que amaneció desnuda, violada y muerta, en el ensimismamiento de la playa.

Antes que los pasos se agolparan

Después que cumplió los 65 años de edad, el señor Artemio dijo “diahora palante trabajo medio día y vivo medio día” porque según él, la noche le sirve a los viejos para ensayar la muerte o para soñar con lo que ya no se posee. Por eso escogió el primer turno: al apenas salir el sol comienza a meter en una bolsa de plástico negro las botellas y demás basura abandonada por la trulla en el trecho de playa que le corresponde, como integrante de la plantilla de barrenderos municipales. A veces halla monedas, un juguete o cualquier objeto intrascendente, que insufla continuidad a la vasta colección de peretos con que atiborra su rancho, ubicado a media hora de camino, hacia la parte donde comienza el cerro. Es fijo que al terminar su labor de hombre desheredado, se va a jugar dominó con sus similares, quienes en la pedrería suman habilidades suficientes para ganarle cervezas a los más incautos y desprevenidos.

Los primeros momentos en que se inclina para recolectar la basura, son los más duros, porque al doblarse en pos de la ingrata cosecha, se despiertan todos los dolores de huesos, músculos, gases, anuncios de hernias y calambres, que también colecciona, aunque las peores punzadas picotean aquellas áreas corporales que han sido más afectadas por los cumpleaños. La cintura ni hablar; la espalda es un estadio de piquiñas y puntadas; y la barriga le impide respirar cuando se agacha. Ya no se disgusta tanto ante la dura realidad de no poder mirarse el lugar donde se avinagra el miembro viril, que hasta descontinuado está. Cuando ha pasado más de una hora de tarea limpiadora, levanta la cabeza y descubre las plantas de unos pequeños pies blancos, Sus ojos se tornan huevos a punto de ser paridos, al percatarse de que más allá de los pies se va dibujando una vagina abierta, gracias a la nube que deja de tapar el ascenso del sol, cuya brillantez cae con gula sobre la playa y se traga las sombras mañaneras.

Eso está prohibido ¿cómo es posible que una mujer se acueste desnuda tan por la mañana en la playa? Siente temor de que la dama reclame airada si él se acerca, por lo que decide gritarle algo dilucidante:

-¡Señora! ¡señorita! ¡póngase una tualla encima que la van a llevá presa! —pero la susodicha no se mueve ni un centímetro.

—¿Qué pasa pues? Eso tá prodibío aquí… ¡Tápese el fundillo, señora, que la van a vé los muchachitos de la escuela!

Nada. La tipa ni se da por enterada. El señor Artemio deja la bolsa de basura y avanza con sigilo hacia la maja, aunque antes mira a un lado y al otro, por si alguien lo está cazando, creyéndolo vulgar mirón. Su conciencia le dice que está a punto de abrogarse una tarea no muy bendita: insurgir en la intimidad de alguien, aunque dicho alguien se haya desnudado en lugar público.

Carajo, qué vaina quiuno no puede trabajá tranquilo, chico. Alguna verga se presenta, y cuando no es una cosa es láutra. Durante la época en que la bella mocedad lo envolvía como un uniforme bien planchado, no se le aparecían mujeres en pelota ni los amigos le ofrecían chuletas de cochino. Ahístá, se ve clarita la desnudez. Tiene los ojos abieltos pero parece dolmía.

—Señora, despiéltese…

Y entonces Artemio mira la tiesura, las savias gomosas y babosas que segregan los cadáveres y se desparraman en las comisuras de los labios y en toda zanja donde se empocen los fluidos. Ahí fue cuando pegó la carrera hacia el teléfono de la esquina y se vomitó por todas partes. Su corazón no se sincronizaba con la respiración y por poco se muere de un infarto.

—Venga, salgento, que está guelta un calavre… y se tá poniendo piche… en Playa Malbella… mueltebola… Si: una mujé catira, que no parece de puestos andurriales… ¡apúrense que ya van a salí los muchachitos pa la escuela y la difunta tiene el culo pelao!

Y después el bululú

Tubos de escape envenenando la obra de Dios, cornetazos que punzan los nervios cual caracol recorriendo una corteza con espinas; frases apuradas, inconexas, tartamudeadas. De los edificios cercanos, que usualmente los hay, van saliendo collares de vecinos, chinchurrias de habitantes, como si estuvieran regalando dinero en la calle. Los niños y niñas de prekinder y primaria son resguardados detrás de sus madres, hasta que aparecen los autobuses escolares, pero aquellos angelitos que deben ir a pie hacia su escuela, otean desde la acera el tumulto, con ganas de estar allí.

A medida que llegan patrullas, la camioneta de la morgue, los periodistas y demás fauna de sucesos, los curiosos se multiplican y quienes se la pasan buscando notoriedad o un espacio en los medios, también se incorporan. Un político habla de la inseguridad, un ex-policía dice que cuando él tenía el mando se contabilizaban menos crímenes. Luego aparece una mujer esgrimiendo la fotografía de una muchacha que fue asesinada hace unos meses y no se ha hecho justicia, aunque media humanidad sabe quién la mató. Se van sumando los crímenes: la señora que se achicó carbonizada en su carro, la muchacha descabezada que flotó, se hundió y volvió a nenufar en un río crecido; la secretaria que hallaron apuñalada, con todo y sábana, en un cuarto de hotel; hay una epidemia de homicidas misóginos. Si detestan tanto a las mujeres ¿por qué no se enamoran de los hombres? Más bien son tipos cobardones que aplican la violencia a personas indefensas que no pueden devolver el golpe. Primero comienzan pegándole a sus hermanas o a sus esposas o novias y después matan como pelar mandarinas. Deberían ordenar la investigación de esos casos a detectives que se conduelan, que tengan a flor de piel su lado femenino, que sean sensibles a esta situación, porque abundan quienes en el fondo apoyan la cosa.

—Si apareció muerta en un hotel eso le pasó por puta…

Claro: como no era su hermana.

—Quién sabe qué estaba haciendo sola en su carro por los callejones del bajo mundo…

En dos platos: al ver la atención que acaparó el crímen de la turista alemana, los demás casos se removieron, bulleron en sus ollas podridas y la policía se vio en un brete. Ello le vino de perlas al detective alemán, quién se adelantó para decirle al comisario de la policía judicial: “sólo espero una estrecha colaboración: yo me encargo de mi caso, no se preocupen”. Qué alivio. Y de una vez Hans se llevó las pertenencias de la víctima a su habitación, porque no en balde prefirió alojarse en el mismo hotel de la muertita. Y eso le ha sentado muy bien, porque allí, en la valija y la cartera de Marta, tiene que estar la pista para encontrar lo que él desea con tanto entusiasmo. La bolsa o la vida.

Sigue la habladera

El quiosquero está abriendo su quiosco. Deja reposar un segundo la mano derecha sobre el latón oxidado, disfrutando la única frescura que la mañana le va a otorgar. No se apura en cruzar hacia la playa a ver el suceso, porque todo eso y más, se acumulará mañana en el tarantín y leerlo no resultará tan terrible. Le echa un ojo, supuestamente fraterno, a los periodistas que trabajan para que su quiosco conquiste la eternidad.

—Imagínate tú la cantidad de mujeres que exhiben su muerte en todas partes, en barrancos, en hoteles, carreteras, ensenadas, canjilones, apartamentos, porque en este país hay una cantidad de hijos de puta que por cualquier vaina matan a una mujer, para atracarla, violarla o vengarse de un cacho… bueno: también hay quienes matan mujeres para heredarlas o para quedarse apersogados con las amantes y queridas de lo más tranquilos… y me ponen esta pauta porque es una turista alemana, como si los criminales sueltos discriminaran… y con las ganas que yo tenía de pedir el día libre… vamos a esperar a que llegue el comisario a ver qué declara y después le buscamos la lengua a la gente del hotel donde estaba hospedada ella… ¿ya sacaste las fotos? Yo no creo que publiquen alguna imagen muy cruda… no se puede… esmérate con una toma que sea un poquito discreta o artística… ¿viste que le dejaron la panocha como una flor?

—Si viera visto cómo se llenó esto de periodistas y de entrépitos, polque la cristiandá es más metía que una gaveta… y yo tenía que repetí acarrato cuando llegaba otra patrulla el cuento de que se me afiguró demasiao temprano y sin sol paque sesnudara una suidadana… primero la vi de lejito, pol moral y sívica y como no se movía me fui acelcando con nervosidá y aquel holmiguero chupando babitas mueltas me provocó un alqueo de gómito y pegué un carrerón pal teléfano público de la esquina… a los policías que llegaron de primerito les dije que la gomitancia no era sospechosa polque me peltenecía y la prueba es que comí helvío de mero con tostones que me brindaron los poltugueses como a las ocho de la noche, en el comedero que mientan el Pescao Frito…

—No: yo no… yo detallé el cadáver de la difunta, que Dios tenga en la gloria, después que lo descubrió el señor que acaba de prestar declaración. Yo me dedicaba a regar las malangas y a quitar las hojas secas de las matas, cuando escuché el berrido que pegó el señor declarante, y salí poco a poco a ver qué acontecía. Él es quien limpia la playa desde las cinco y media de la mañana. Es muy hacendoso y cumplidor, pero nunca nos saludamos porque él es como malencarado y serio y ahora es que me vengo a dar cuenta de que tiene mucha chispa y es una persona decente porque llamó por teléfono a la autoridad: así es que se deben hacer las cosas… ¿Usted quiere café o un tecito verde?

El que se enamora solo

La familia que le queda consideró justo dejarle esa parte de la casa, después que su madre falleció. La casa era de su madre y de su tía, quien se nombró heredera a sí misma. De todo el gajo familiar sólo eso es suyo, aunque no puede venderlo porque ese cuarto trasero es como prestado: cero papeles de propiedad. Una escalera que sube y se quiebra hacia la izquierda, llega a la puerta de su estrecho hogar, que tiene una ventanita con vista a la quebrada y al barranco. La cama muestra un zanjón en el medio como si le hubiesen extraído una vaca. Está condenado a comprar un colchón nuevo el día que tenga billullos y con qué. Las paredes sin friso lucen afiches que la resequedad, el polvo y el tiempo transforman en colgajos harapientos. Una mujer en bikini, un barco que recorre el Caribe cargado de turistas y un batazo fenomenal que dio Galarraga en sus inicios. Tres sueños, podría decirse. La hembra espectacular, el viaje de placer y el éxito deportivo que no tuvo porque le gusta más el basquetbol que el beisbol.

Cuelga indolente un bombillo en el centro del techo; están presentes, recostados a la pared, un escaparate marrón y un aparato de sonido habitado por cucarachas. Eso es todo. Ropa tirada, zapatos rodando, bolsas vacías que una vez acunaron tostones y papas fritas. El baño es tan chiquito que si se tira un pedo se lo puede pegar en la barriga. Pero sus pensamientos son sideralmente infinitos y lo llevan a todas partes, especialmente al mundo donde ella se eleva influyendo el medio ambiente y la calidad de vida. Esa mujer. Esa diosa sabrosona. Antonia. Veo esta tela y me imagino el borde de su falda, aunque ella casi nunca usa vestidos. Las mujeres ya no se ponen vestidos. No son como Marilyn Monroe. Pero no hace falta un ventarrón para verle los muslos. En la playa eso no es relevante. Antonia. Ni siquiera tiene un nombre glamoroso. Si me escuchara y me atendiera. Yo que lo hago todo por ella, yo que soy su salvación. Si le parara un pelo, si le diera un chancesito. Por obligación, tiene que oír sus ruegos. Si una mujer no escucha las plegarias del amor ¿cómo pueden ser oídas las peticiones materialistas y urgentes que los necesitados le envían a Dios? Señor: consígueme un carro; Señor: amáñame un puesto en el gobierno; Señor: haz que esa caballa se vuelva loca por mí. Señor: apártala de ese camino donde yo no figuro. Qué pecado mi hermanazo: ni que el Todopoderoso fuera chulo.

Tiene que llegar un día en que ella se imagine recibiéndolo con las piernas abiertas; un día único en la historia, cuando de manera espontánea, por darse gusto, ella se esfuerce mentalmente y se invente escenas de amor con él. Que bucee en su físico de musculatura playera, de profesión: playero, y lo esculque. Aunque en este instante sea imposible que Antonia le lance una sola mirada, porque ni siquiera hace el esfuerzo de saludarlo o de aceptarlo como miembro de la comunidad donde ambos viven. Él es un poste, una esquina, un bote de basura para sus instintos femeninos.

Hay quién le aconseja que deje de pensar en esa guoman, que está totalmente escurrida de sus manos, porque aún viviendo a media cuadra uno del otro y de militar en la misma congregación, léase: círculo social, ella podría ser comparada con una reina y él no resistiría que lo igualasen con un indigente, desde el punto de vista de lo que a esa mujer ansía y exige de un hombre.

Una tarde lluviosa entró corriendo al abasto, más para no mojarse que para comprar algo y ella estaba allí, bebiéndose un jugo de piña, recostada sinuosa y curioseando en dirección a la puerta. El simuló que dudaba entre un caramelo y otro, entre las tortas burreras y los panes dulces, hasta que, sin meditarlo mucho, le dijo, palpitante, escudriñándole los muslos:

—El sol se escondió en el abasto…

Eso le sonó grandioso, inteligente. Como para que se rindiera y le musitara: “si, príncipe azul, soy tuya, no puedo más”. Sin embargo, Antonia dejó el vaso en el mostrador y se fue sin ninguna prisa, mostrando a propósito el fastidio que sentía; redondeó con la bembita un perfecto mohín burgués de desprecio. Prefirió mojarse, alejarse de lo más indiferente, que responderle por simple cortesía, que inclusive está implícita en la Constitución y en los textos sagrados. El muchacho que despachaba en el abasto se quedó mirándolo y le reclamó:

—El sol te dejó con la palabra en la boca y no me pagó el jugo…

Si el santo de su suerte le regala un poquito de atención, tiene que llegar el día luminoso en que Antonia actúe con él de manera solidaria y sensual. La desea desde la infancia y la adolescencia, con tanta fuerza, que hasta se ha enamorado de ella. Si pudiera analizar sus sentimientos, diría con certidumbre, que ama la terrible sordera de ese cuerpo femenino ante los bramidos interiores y permanentes de su hombría.

De día su cabeza es como una sala de cine que recrea situaciones febriles y escenas que aguachinan su prepucio y de noche la obsesión navega en sueños y encalla en la isla de un pubis rodeado de sudores.

Tiene que soportar el amor que no cuaja y unas amistades que nunca le han parecido ventajosas. Sus amigos ni siquiera han dejado atrás las bromas de la infancia. Se siguen burlando de cosas que el olvido ha debido sepultar por endebles y sin trascendencia.

La patota

Sus amigos hieden a grasa de carro y no son mecánicos; apestan a establo de caballos y sólo han visto los del hipódromo por televisión. Tienen tufo de cerveza y dejan latas aplastadas por todas partes.

Este Rado Pernoso y este Jackson Arubo son malos sin culpa. Bubute rumia esa certeza con amargura y sin embargo continúa cosiendo su traje de diablo rojo, porque faltan unas horas nada más para el baile de Corpus Christi y no va a perder tiempo pensando que ellos quieren robarse unas pinches botellas de anís que vieron en la casa del prefecto. Como una gracia. Como un chiste. Mueve la cabeza en idioma pendular, y ellos al mirarlo saben que eso ha de significar cero complicidad, pero también que no los delatará. Han dicho que cuando se forme el bululú, aprovecharán para meterse por detrás en la casa del prefecto y se llevarán las botellas.

Bubute sigue cosiendo su traje de diablo. La máscara que ha fabricado es verdaderamente horrenda y sólo le interesa convertirse en el mejor de los diablos danzantes de Corpus Christi. Para que lo admire en su plenitud Antonia Cumbancha, la negraza divina de ojos reverdecidos, que le vienen del padre, aquel blanco y borracho que se unió transitoriamente con su madre Carmaleona Cumbancha, un fin de semana de 1979. Jackson y Rado, que estaban sentados en su cama sonsacándolo, se retiran, lo dejan solo en su cuarto y buscan algo más entretenido en la calle. Escucha sus pasos bajando la escalera de hierro.

Hay una bulla. El solazo parece multiplicar el alboroto. Las voces hierven como chicharras. Bubute siente curiosidad, deja lo que está haciendo y sale al exterior en busca de explicaciones. A menos de media cuadra de los parloteadores, pega un leco.

—Ustedes si son lengua: ¿Qué es lo que están chismiando en esa esquina?

Rado Pernoso sube los hombros expresando indiferencia. Jackson Arubo se levanta y toma el periódico que se traslada de mano en mano. La esquina queda cerca, pero parece más lejos por el polvillo que se levanta en la calle de tierra y porque dos cuadras más allá, una mujer vigila encuadrada en un ventanal. El cielo es como un trasto abandonado al fondo de todo. El calorón, según los ancianos quisquillosos, anuncia lluvia. Desde el ángulo oliente a pulpería, donde varios hombres ocupan la acera sentados y en cuclillas, Jackson Arubo, leyendo por encima del hombro de Rado, grita:

—¡Mataron a una turista! —y comienza a saltar y gesticular, enfiestado, como si fuera un motivo de aleluya. Se viene bailoteando hacia Bubute

Rado Pernoso deja el periódico y agarra una cerveza que alguien le brinda. Se ríe y se enjuaga la boca con la cerveza. Bubute lo mira con desaprobación. Rado insulta la pose de su pana:

—¿Qué te pasa, parguete? miras engrifao como maestra de escuela… sacúdete…

Jackson interviene como si fueran a pelear.

—Cálmense mariconas… —dice. Bubute decide enseriar el diálogo.

—Dame la síntesis noticiosa, Jackson… con voz de locutor…

—La chupetiaron, la mataron y la dejaron en pelotas… —contesta Jackson Arubo.

Bubute piensa que el suceso terminará por ladillar un poco la fiesta, porque los policías se van a regar con su enchave por toda la playa. Los policías no le provocan fraternidad y para colmo el hermano de Antonia Cumbancha es el sargento amargoso, el hombre que quiere sacarlo de circulación porque no desea un novio vago como él para su hermana. Una turista asesinada. Qué friqueo. La negramenta sospechosa. Pancho Cumbancha se va a poner más hijo de puta. Muestra la dentadura, sin sonrisa, pura peladera de dientes, cual perro aburrido, mientras hace esfuerzos por pensar en el disfraz de diablo que está haciendo. Mientras se secan los colores de la máscara puede beberse unas cervezas.

—¿Quién tiene plata? —pregunta. Jackson Arubo y Rado Pernoso se hacen los locos y miran las copas de los árboles.

Y arrancó la investigación

Cerca del área del suceso, pero hacia los lados de los ventorrillos y las fruterías, el rollizo pero kilúo Pancho Cumbancha observa la escuálida hilera de matas de cayenas y piensa que si estuvieran allí Rado y Jackson, ya habrían comenzado a repetir los chistes manidos sobre Bubute cuando era chiquito y buscaba gotas de néctar en las flores. Se chupaba las flores y los helados metidos en bolsitas plásticas los sorbía con tal fuerza que le duraban menos que un pedo en un chinchorro. Ahora, siendo adulto, unas de las cosas que más le desagradan a las mujeres de Bubute es que se chupa las ostras como un animal y es capaz de comerse tres docenas de un solo jalón. Pancho a veces no entiende a las mujeres, porque Bubute es alto, delgado, musculoso, de cara fina y tiene mucha salud, la verdad es esa. Pero le resulta antipático a la mujerez que ambos conocen. Y menos mal que a su hermana Antonia le cae peor que a nadie, porque él no soportaría a Bubute como cuñado. No tiene pasado ni futuro. Una joyita.

Los carros pasan tan cerca de las mesas, que se mezclan los olores de las frituras con el monóxido de carbono. Pancho Cumbancha, el sargento de policía, se come una empanada sentado ante la mesa de aluminio cubierta de pegostes y la grasa se une al sudor que abrillanta su barbilla. Le incomoda, cual calzoncillo apretado, tener que interrumpir los procedimientos de rutina, su vida cotidiana. La turista alemana asesinada ha generado más inconvenientes que cualquier otro suceso, porque los alemanes de la embajada han traído a un detective, quien no obstante hablar el español como un español, ha solicitado a su embajada un traductor para que lleve algunas anotaciones. Y el traductor es una señora fastidiosa que exige como si fuera representante de las Naciones Unidas. Ella ha ido al baño. El detective, Hans Stieguer, lo mira comer. El hombre está impaciente. Tiene que tragarse volando la empanada. La señora se llama Gardenia López. Ya sale del baño. Es regordeta y tiene una desagradable mirada de superioridad. Pancho piensa que no va a poder reunirse a tiempo con su hermana para ayudarla con la minucias que ella necesite en función de la diablería danzante y demás preparativos. Unos minutos después, Gardenia López le dice:

—Usted tiene que facilitarle a Hans todo lo que pueda. Le adelanto que para el día de Corpus Christi, Hans desea ver la festividad.

Hans lo que quiere es rochela. Qué clase de detective. El alemán pretende meterse en una fiesta que ni le va ni le viene. Como si eso lo fuera a ayudar en la investigación. Mejor para él, que podrá vigilar a su hermana y darle ánimos. Deja la servilleta en la mesa y pide la cuenta.

Hans saca un teléfono celular y marca un número. Habla en alemán. Nunca sonríe. Muy cerca, el mar llega lastimoso hasta un tronco amarillento. Unos cangrejos pequeños corren en varias direcciones. Gardenia se siente obligada a darle una explicación al sargento de policía:

—Hans habla con la embajada… dice que está muy asombrado porque a la señora asesinada la violaron, aunque no era una muchachita… trata a la difunta como si fuera una vieja de la tercera edad…

Parece molesta porque la víctima no era una mujer vieja. Más bien era como de su misma generación.

—Explíquele que aquí se coge de todo… —murmura el sargento, tratando de no ser escuchado.

La víctima feliz

Marta Kruguer paseaba de noche por la playa. Canturreando, guevoneando feliz. Era romántica. Tenía 55 años. Era viuda desde hacía doce años. Unas vacaciones como esas habían constituido su sueño más preciado. Creía que podía viajar después hasta la selva a descubrir flores exóticas y conversar con los indígenas. Monos estremeciendo la hojarasca, orquídeas sorteando alturas; tucanes y guacamayas representando un arcoiris. En la oscuridad de la playa, el mar llegaba hasta la orilla como cansado, como un fardo oscuro. De pronto vio la sonrisa iluminada y el gesto amable tendiéndole un coco abierto. Aquella persona emanaba promesas de dulzura y sensualidad en términos civilizados. Llevaba dos cocos y bebía del suyo con delicadeza. Marta aceptó sin ninguna sospecha y probó la frescura profunda del agua de coco. Sonrió complacida y por primera y única vez notó que era un hombre tan diferente que bordeaba lo ficticio: con un gesto muy caballeroso, le indicó un tronco en la playa para que tomara asiento. Fue tan perfecta la caballerosidad, que a continuación tendió una pañoleta de vivos colores para que ella no se ensuciara el vestido. Y sin sentirse sorprendida por ello, comenzó a dormitar hasta que sus ojos se cerraron y se le cayó el coco en la mullida arena. Ni siquiera lo escuchó caer.

Aunque la mira de frente y la percibe toda, se siente rampando en una oscuridad que recorre desde la punta de sus pies hasta las papilas que prueban lo saladito y estallan cual fuegos artificiales; molusco en su cuenco de nácar rosado, flor de cala, orquídea de la oscuridad, y la lengua pertinaz buscando la huidiza perla, viendo sin ver, porque está como con los ojos cerrados: es un ser enmantillado, ciego de pasión, vajeado por la fragancia carnívora del amor. La mira jovencísima en la semipenumbra, inclusive le parece que hay luna iluminándola. Ella duerme, pero sonríe y gime de placer sin concientizar la causa. Tampoco sabe que al terminar el espasmo delicioso y ahora brusco, que se ha levantado como una ola por encima de la oscuridad, comenzará a detenerse su corazón.

Hay algo que Hans no le refirió a sus superiores, tal vez por cierto pudor o porque aquella compatriota acababa de vivir una experiencia tan demoledoramente cruel, que la sentía ligada a él, mesmo cual family, como si fuera una tía suya abandonada a merced de fuerzas extrañas y sin freno. Quería encontrar al asesino para dilucidar ese algo que le ocultó a sus jefes y que no puede borrar de su mente. Una vez le tocó trabajar en México y se aprendió eso de mesmo: le agradaba pronunciar la palabra mesmo y meterla en cualquier pensamiento. Es que en todas partes su trabajo termina siendo la mesma traurigkeit, o sea: la misma tristeza.

Hans mira con detenimiento lentísimo las imágenes que se acumulan en su cámara digital. Un brazo extendido y abandonado en la arena; unas tetas pequeñas y aguaditas. Y aquella cara redonda y blanca, de señora inocente, muriendo bajo las premuras del sexo.

 Fragmento del libro: El bululú de las ninfas. José Pulido. Editorial Alfa. Coleccion Orinoco. Caracas 2007.

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