El requetemuerto

 

Hace una morisqueta, ensaya un bailecito nervioso y retrocede como un enanito que bromea en el circo, aunque en los sustratos de la memoria es solamente un niño punzando a su madre para que lo quiera. Se deja caer encima del cuero arrugado y suave del largo sofá y se recuesta en el hombro de la mujer. Ella endereza el busto y sobresale el temblor de las redondeces, movidas por un sismo que se origina en el parpadeo.

Se sienta pegadito y acomoda la cabeza en son lactante. Hace carantoñas, mingonea caricias, se pone ñongo. Ella tuerce los ojos, gesticula, mostrando fastidio. Se sale de madre lo que ocurre porque él tiene más de sesenta años y ella treinta y cuatro.

En el pent-house la riqueza flota como una fragancia, deslumbra como si mil diamantes escondidos soltaran sus reflejos y poblaran la superficie de todos los objetos. Muebles, artefactos, adornos, piezas de arte, cortinajes bordados a mano: todo parece aspirar inútilmente a la eternidad y eso le imprime al ambiente una atmósfera de encierro bestial. Ellos desean aventuras estremecedoras que no dañen un ápice sus cuerpos. Muy particularmente el de ella, que es una estructura de músculos suaves, de turgencias apetecibles, sus carnes generan sismos que culminan en tibias redondeces; su boca quiere morder, besar, tragar; esa calidez interior sube de temperatura cada minuto.

-Ya se lo que quieres, Efra…-dice Minerva sin dejar de mirar la televisión donde Elizabeth Taylor, madura y ojerosa, continúa su martirio amoroso con Richard Burton. Mientras eso ocurre, Efra le mete una mano bajo la falda y sus dedos gruesos van buscando. “Ya se lo que quieres, Efra” suena igual a lo que entonaría la voz materna ante el niño que desea jugar con algo o comerse un postre prohibido. Y aunque podría ser una queja, también contiene su dosis de actuación: en su mente libérrima, en aquella intimidad mental donde sólo ella puede escucharse, trama sordideces gustosas y está preparándose como en un camerino interior, para alborotar a ese viejo enérgico que se convierte en un cerdo. Sonríe a esta altura porque ella lo ha entrenado duramente para que sea el mejor cerdo de la comarca.

Es indudable que entre sus piernas hay un territorio riquísimo. “Esta es tu tierra, ve a ver qué haces” ha dicho Minerva, la diosa urbana. “Ella no sabe un coño de agricultura, pero es ubérima”, ha comentado Efra.

Podría señalarse con mucha testarudez, que bajo tierra no sólo pueden encontrarse el infierno y el tártaro: también se consiguen unos olores fuertes, unas hediondeces anímicas que constituyen en sí mismas un paraíso de placeres subterráneos. Se puede ser raíz y contener la fragancia de una flor podrida pero sublime.

Ella piensa a veces de esa manera. Saca a colación para sus propios argumentos, la existencia de las trufas, esos hongos divinos y costosísimos  que están a veinte centímetros bajo tierra y por eso el ser humano no puede captarlos con su olfato.

Las trufas se consiguen amaestrando cerdos. Su abuela, que había nacido en Aragón y era una cocinera inigualable, le hablaba nostalgiosa de cómo amaestraban cerdos: enterraban una trufa perfumada. Ella averiguó mucho al respecto porque en sus veinte años había soñado fugazmente con ser cocinera de altura. Por eso supo que en esta época se usan quesos roquefort o gorgonzola envueltos en trapos. Ensayan hasta que el cerdo aprende. Minerva sonríe porque tiene su cerdito bien entrenado. –Ya se lo que quieres, Efra…-repite y sale corriendo de repente dejándolo en el sofá, con cara de mercader morboso. El sabe que ella corre hacia la habitación. Por allá adentro suelta una carcajada de niña buscando escondite. Acá, gruñendo y encarnando a un presunto monstruo, Efra se baja del sofá y avanza por el living. El corazón se le dispara. Trata de calmarse un poco: respira por la nariz y bota aire por la boca, respira por la nariz que pronto olerá la cercanía de la trufa y bota el aire por la boca que pronto probará el paraíso extraviado. El corazón es un cobarde emocionado porque él, el cerdito amaestrado, intuye que aquel cuerpo esplendoroso en dulcedumbres está completamente desnudo esperándolo en alguna parte.

 

 

 

Neditza adolescente

Odiaba la necesidad de los espejos. Ella era hija única y tenía catorce años de edad cuando sus padres se divorciaron. Nadie lloró.

En aquella edad de ansiedades en el soñar y pezones en el vestir, era una sabionda que le gustaba hablar de temas que los demás ni siquiera pensaban. Eso la apartaba de cualquier mayoría y la dejaba relativamente libre para estar como le gustaba vivir: sola. También la convertía en una adolescente sin cariños reales, que compartía sentimientos con personajes imaginados. Había pasado velozmente de leer La dama de blanco, de Wilkie Collins, a El hombre que fue jueves, de Chesterton. De ahí en adelante sus gustos se tornaron densos: permaneció mucho tiempo releyendo el poema Cementerio Marino, de Paul Valery, hasta que lo convirtió en su ejercicio espiritual y mental de todos los días. Era como una incrédula rezando.

Leía con tanta paciencia y detenimiento que podía discernir la calidad del papel, adivinar la celulosa por la cantidad de insectos y hongos y la lignina por la aparición de algún lunarcillo amarillento en una página; reconoció las texturas de los diversos papeles, la fragancia o el vaho de las tintas y el modus operandi de los bichos que viven en las bibliotecas junto con los escribidores inmortales.

Tenía conocimiento del Lepisma saccharina o pecesillo de plata, el veloz insecto con escamas y largos filamentos cuyo destino era ser un vicioso de la pega con que encolan el lomo de los libros. Ya de adulta, comprobó que todo el mundo tiene la impresión de haber visto alguna vez, pasando en celaje por algún rincón de la mente, uno de estos pequeños monstruos que parecen sardinas de tierra o dijes de pulseras fantasmales.

“A lo mejor, estos Lepisma saccharina también buscan grietas en los rincones de los seres humanos” había pensado alguna vez, por las meras ganas de construir uno de sus chistes negros. Lo cierto es que seguía asombrada de que un insecto de esos pudiera vivir de los libros más de diez años, toda su existencia, cochina envidia. Y ningún bichaco le llamaba más la atención que la carcoma parecida a un escarabajo, la Nicobium castaneum, esa que atraviesa un libro del grueso que sea y deja como huella digital unas profundas galerías sinuosas. No hay que darle vueltas al asunto: esos escarabajitos acumulan miles de letras en sus diminutos estómagos. Ella sabía de estos bichos analfabetas pero leídos, porque las rumas de libro que había dejado su padre en anaqueles y en cajas constituían su mejor entretenimiento solitario. Su madre sólo dijo en una ocasión “vende toda esa mierda”, pero después la dejó quieta y se ocupó de sus propios avatares.

Aquel divorcio fue el efecto de varias causas. El hombre se tornó pellejudo, con aliento de buitre y perdió totalmente las pocas destrezas sexuales que tenía. La madre engordó, se llenó de estrías como un mapa aéreo y de mujer cantarina pasó a destacarse en la categoría de malhumorada profesional. Las desnudeces compartidas entre ellos se fueron espaciando hasta que el ejercicio del sexo parecía cosa de una vez al año, como la navidad.

Las ternuras y los cariños dieron paso a los refunfuños y a la indiferencia. Pero la causa que incluyó a los abogados en aquella relación de veinte años, fue la que ella misma, la silenciosa y martirizada hija, aportó. Descubrió que tenía un hermano de su misma edad y eso significaba una sola cosa de interés: la madre de ese muchacho, era una amante muy antigua, que su padre les había escondido con sobrada eficiencia.

-Papá los ocultó a ustedes muy bien… nunca lo sospechamos- le dijo su medio hermano el día que se conocieron.

¿Y cómo se conocieron? ¿cómo supo ella que su padre tenía otra familia desde quién sabe qué tiempos inenarrables?  Fue muy fácil: a ella le llamó  la atención que su padre desapareciera invariablemente entre los días 14 y 15 de junio. Se percató de esto desde que cumplió los doce años. Su padre manifestaba razones perfectas para estar ausente esos días. Su madre no se daba cuenta de las fechas pero ella sí y los pretextos de viaje de su padre le parecieron demasiado preparados. Su padre era ingeniero civil. Era, porque murió unos años después en un accidente de tránsito. Trabajaba con unos constructores y viajaba con mucha frecuencia. Pasaba por lo menos dos semanas de cada mes fuera de casa. Y jamás se quedaba con ellas entre los días 14 y 15 de junio.

Así fue como ella inició la búsqueda de elementos para sacar conclusiones. En una agenda vieja de su padre encontró una dirección y posteriormente halló la factura de un juego de video y en su hogar no había ni uno solo porque allí quien usaba la televisión era su madre y sólo para ver las telenovelas y algunos programas de cocina. La dirección que encontró era de una ciudad que se hallaba a doscientos kilómetros apenas de la suya. Por eso tuvo la idea de inventarle a su madre que pasaría el día 14 de junio estudiando con una profesora y se fue al mediodía hacia la ciudad del misterio. El terminal de autobuses estaba repleto. La gente se apiñaba desordenadamente para comprar boletos. Ella logró asegurar el suyo después de esperar casi cuarenta minutos en una cola. Se puso a leer apenas el autobús arrancó. Casi no le interesaba el paisaje. Al desembarcar en el otro terminal buscó un taxi y le informó la dirección. Llegó en quince minutos. Era una urbanización de clase media alta. La casa tenía un nombre: Quinta Mis encantos. No le encontró la causa a ese nombre. El taxista arrancó y le echó una mirada por el espejo retrovisor: era una muchacha endeble pero con mucho carácter. Ella se aproximó a la puerta de la casa y tocó el timbre. Se escuchaba una música escandalosa. La puerta se abrió y al fondo, en un patio amplio estaba un conjunto de jóvenes abrumando un rock y varias parejas bailando sin mucha gracia. Un muchacho alto quedó enmarcado en la entrada y le preguntó:

-¿Eres invitada?- y ella lo miró un instante y le respondió:

-Eres parecido a él…-

El joven trató de ponerse serio y de todas maneras dejó escapar una risita.

-¿A quién me parezco?

-A mi papá…-dijo ella y en ese instante se asomó, en efecto, el padre de ambos. El ingeniero palideció, pero automáticamente la besó en una mejilla y le dijo:

-Pasa, Nedy…pasa…-

El la llamaba así: Nedy. Una mujer esplendorosa, adornada con un vestido verde pegado al cuerpo, se acercó hacia ellos con curiosidad inocultable.

Nedytza pensó “yo también hubiera engañado a mi mamá con una mujer así”. Inclusive, notó que su padre se veía menos pellejudo y más lozano. Y hasta parecía capaz de ejercer alguna función amorosa.

El muchacho sonreía mirando a Nedytza y ella de vez en cuando detallaba aquel rostro. Definitivamente su hermano le caía bien. No tenía problemas con eso.

En una mesa había una gran torta de cumpleaños. La mujer que se acercaba a ellos se había detenido un momento para conversar con una muchacha que cargaba una bandeja de sanduchitos y bocadillos.

Ella se agarró al brazo de su padre y le dijo en voz bajita “ya sabes que te quiero, papá” y él asintió. El joven los miró con cierto despiste y se disculpó:

-Tengo que tocar la guitarra…-y se dirigió hacia el grupo de rock.

-El toca con ese conjunto- dijo el ingeniero.

-¿Quién le va a contar esto a mamá?- preguntó ella.

Su padre no respondió. Pero cuando al fin la mujer del traje verde llegó hasta ellos la presentó:

-Esta es mi hija Nedytza…

Era una mujer elegante, fresca, radiante, atlética y jacarandosa.

-Mucho gusto- le expresó la dama y estrechó la mano huesuda y tierna de Nedytza. Acto seguido le dijo al ingeniero:

-¿Podemos hablar en nuestra habitación?

Nedytza hizo un gesto de que ella esperaría y se fue hacia donde tocaba el grupo rockero. Una media hora después apareció su padre vestido con otra camisa. El se limitó a decirle “te voy a llevar al terminal de pasajeros”. El muchacho notó que ellos iban a salir y dejó la guitarra. Los alcanzó y le dijo a Nedytza:

-Te llamaré para que nos veamos un día de estos…-y le entregó una tarjeta que decía “Los desvirgantes” rock duro a domicilio. Ella le respondió con un beso cachetero y leyendo el nombre en la tarjeta lo pronunció por primera vez:

-Feliz cumpleaños, Toto Samarcanda…

Y ya en el carro, su padre le explicó:

-Sus amigos lo llaman Toto…bueno: nosotros también…pero su nombre es Antonio…

Sintió lástima por su padre. Posteriormente supo que había perdido los dos hogares el mismo día. No le quedó más remedio que regresar a casa y decirle a su madre lo ocurrido. Tarde en la noche llegó su padre y su madre rompió varios platos. Ella parecía escoger los que estaban en peor estado: en el fondo era una mujer muy práctica.

El asunto es que ella causó un desastre con su primera investigación, pero no  tenía mucha culpa porque cuando sentía curiosidad por algo tenía que averiguar todo lo posible hasta encontrar una solución.

Y es que ella, motolita y bajo perfil, calladita y alevosa, descubría cualquier secreto, cualquier enigma o situación enrevesada. Esa era su gran virtud. Muchos la detestaban por ser tan virtuosa como sabueso. Ahora se desenvolvía en su ambiente: era Comisario de Homicidios y apenas llevaba diez años en la carrera policial. A las cinco de la mañana, en vez de llamar a la casa de su madre o a la casa de su padre, llamaba a la morgue para conocer las novedades. Su hermano Toto Samarcanda era médico derrapado: fumaba y parrandeaba y de vez en cuando se veían para pasar ratos divertidos. Toto y ella decían lo mismo, estaban unidos por una consigna: cero matrimonio.

Todos sus compañeros la respetaban y aunque era una mujer de buen ver no sentían la más mínima motivación erótica. Algunos decían que eso se debía a la manera como ella llevaba su pistola, pero en realidad la Comisario de Homicidios Neditza Yamilet Samarcanda López, harto conocida como la jefa Samarcanda, no excitaba a la masiva ordinariez porque sólo hablaba de crímenes o de filosofía. Y cuando se le trancaban las ideas llamaba a Toto y conversaban como dos extraños hermanos.

Primeros capítulos de El requetemuerto, José Pulido, Ediciones B. Coleccion Vértigo. Caracas 2012.

 

El requetemuerto

Sinopsis

El poeta que mata

 

Elrequetemuerto1

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