El Cundeamor

Una sencilla historia de la época en que las mujeres se aparecieron en el mundo y tuve que dedicarme a conocerlas, objetivo que todavía no he conseguido, gracias a Dios. Lo importante es quererlas, han debido decirme en aquellos lejanos días. Pero nunca es tarde. Aquí está lo que me pasó. La cuestión.

El Cundeamor

(Momordica charantia)

(Momordica charantia)

El cundeamor es un pequeño fruto cuya maduración es tan amarilla que encandila y cuelga de la planta como un farol vegetal. Eso es lo que arguyo a esta edad, pero cuando era un niño se me parecía más a una diminuta piñata llena de caramelos rojos.

Sin embargo, en algunos lugares no están de acuerdo en eso de que sus semillas son dulzonas y llaman “melón amargo” al cundeamor. Yo, apenas veía uno aurificando la empalizada o cualquier solar accesible, pegaba la carrera y ahí mismo tenía la lengua colorada y la cara feliz. Como todo niño, le daba más importancia a lo comestible del asunto que a la belleza de su forma y de sus colores. Pero revisando los pormenores a conciencia debo confesar que para mí lo más rescatable de aquel fruto era su nombre: cundeamor.

Cuando yo cursaba los doce años de edad, mi hermana y sus amigas eran unas señoritas de dieciocho y de veinte años que alimentaban sus ilusiones primordiales leyendo las novelas de amor escritas por Corín Tellado. Ellas dialogaban dentro de sus particulares burbujas, hechas de murmullos y suspiros, que a veces rompían con carcajadas de vidrio.

Trataban de ignorar mi presencia. Siempre se fastidiaban cuando me entrometía haciendo preguntas que ellas consideraban ajenas al romance, como por ejemplo:

-¿Por qué el cundeamor se llama cundeamor?

Alguna respondía, fiándome un poco de futura paciencia materna:

-Porque se multiplica, se riega en los montes, es una enredadera que crece sola y satura los follajes: cunde como el amor.

-¿El amor cunde? Yo no veo que el amor cunda…-replicaba en mi rol de entrometido y mi actitud constituía una especie de insulto para quienes estaban dispuestas a amar y ser amadas hasta que un embarazo les cortara la pasión

En el ejercicio de la infancia, los juegos y las osadías exhibicionistas eran materia preponderante y resultaba muy natural burlarse de todo lo que pareciera sentimental, amoroso, tierno y cariñoso. Estaba predispuesto a combatir aquel virus que denominaban “romance”. Inclusive, hasta había planificado un ataque con huevos podridos para la primera serenata que rompiera guitarras en la ventana de mi casa. “Mi canción de amor, viene a turbar, la calma y el silencio…” cantaría el trovador y antes que abordara la siguiente estrofa le caerían encima los hediondos proyectiles.

Nunca sucedió la repasada escena de cuestionable violencia contra el amor y la música, porque hubo dos impedimentos poderosos: en la casa jamás se dañaban los huevos y la madrugada que estalló una serenata, el cantante era tan insólitamente fabuloso, que toda la cuadra salió a la calle y hasta mi mamá se asomó para aplaudirlo. Escuché una voz adulante comentando “ese es el muchacho que canta con la Billos”.

Mi percepción de la vida cambió radicalmente una mañana cuando me dirigía a la escuela. Me encontré con mi vecina Julieta, quien apenas el lunes pasado era una niña con crinejas y dientes de conejo y ahora había crecido y su sonrisa era como una propaganda de dentríficos. Su crecimiento consistía, además, en que su cara lucía ojos imantados y labios como sacados de un frasco de dulce de lechosa. Su cuerpo parecía de mujer. Era el acabose.

Yo no conocía la historia de Romeo y Julieta. Ni siquiera sospechaba que había existido alguien llamado William Shakespeare. Mi hermana pensó que me estaba enfermando porque le pedí que me prestara una novelita romántica.

-No te voy a prestar ninguna. No tienes edad para eso- habló sentenciosa. Cuando se descuidó agarré una de sus novelas, que cabían en cualquier bolsillo y me escondí para leerla. Era de una autora cuyo nombre resultaba difícil escribir y por lo tanto de recordar. Abrí la novela y leí: “Él la tomó entre sus brazos poderosos y se quedó mirándola fijamente. Ella cerró los labios mostrando un rictus de rechazo, pero sus ojos decían otra cosa y el hombre la besó con frenesí”. Hasta ahí llegó mi deseo de aprender las fórmulas necesarias para relacionarme con Julieta de un modo distinto. Ella tenía brazos más poderosos que yo, eso era indiscutible; y jamás en la vida había podido sostenerle la mirada cuando tenía ojos vulgares y mucho menos tendría el valor para besarla a juro. Además, eso de besar con frenesí no lo entendía para nada.

Julieta no sospechaba que yo quería llamar su atención. No como bateador frustrado sino como admirador romántico. Iba a resultar muy difícil. En meses pasados la trataba como a cualquiera de los muchachos de la cuadra y hasta llegué a decirle vulgaridades supuestamente varoniles porque me ponchó en uno de los juegos de pelota que organizábamos de tarde en tarde.

-Sacúdete, careñoña…-le dije. Y todavía estoy arrepentido.

Cuando se volvió bonita y devino en princesa, intenté comprenderla y atraerla. Sí: caminaba como las princesas de las películas y le surgieron curvas tan sutiles y milagrosas que se sentaba en la acera de su casa y parecía un almanaque de Judy Garland.

Creo que comencé a escribir mis primeros poemas al garete en cuestiones sentimentales, dejando en el olvido mis suplementos de Spirit y del Capitán Marvel. Escribía supuestos poemas amorosos que por fortuna nadie leyó, ni siquiera la musa. Aquellos días fueron un caos. Un laberinto. Deseaba que me salieran bigotes. Quería crecer. No conseguía una salida. Mi niñez persistía.

Entonces vi la empalizada encendida de cundeamores y me dije “si le regalo un cundeamor, ella pensará obligatoriamente en la palabra “amor” y me mirará con otros ojos”.

Los agarré todos y escogí el que se veía más bonito y parecido a un corazón. Caminé hacia su casa. La descubrí a la distancia con un vestido que nunca le había visto. Estaba jugando con un perro blanquinegro: el animal corría hacia todas partes buscando una pelota que ella lanzaba con ese brazo que Dios guarde. Se veía preciosa. “No va a poder seguir pichando” pensé al percatarme de que sus senos protagonizaban una entrada soberbia al mundo de la adultez.

Ella notó mi presencia y salió hacia la calle. Las palabras largamente ensayadas se enredaron en unas tuercas interiores. Le extendí el cundeamor.

-Momordica charantia…-dijo. Su boca podría haberme aniquilado cuando pronunció aquello. Creí que se había convertido en una chica extranjera. Además de crecer físicamente, sabía mil cosas que yo ignoraba.

-Ese es el nombre científico del cundeamor. Lo leí en el diccionario- agregó.

Tenía el fruto en la palma de la mano. Lo lanzó dos veces hacia el espacio como quien tira una moneda. Antes de entrar a su casa me miró desde una altura inimaginable. Y entonces comentó sin ningún atisbo de pasión:

-A mí me da grima el cundeamor.

 

 

cundeamor_fig5

Un comentario

  1. me gusto mucho tu comparación y la forma en que escribes pocos autores de los que he leído
    son tan descriptivos y a la vez poéticos guardare tu escrito y en ocasión especial lo regalaré.
    si tienes alguna novela te agradeceré me lo hagas saber…Pablo F.
    Mi curiosidad entró cuando ví la fuerza de esta enredadera en los muros de un edificio sus florecitas amarillas y su fruto exótico con sus semillas de granada, pero quedo aún intrigado en el momento que surgió su nominativo…cundeamor .

    Gracias

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